viernes, 26 de junio de 2009
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CIENCIA Y CONOCIMIENTO EN LEIBNIZ
(Lectura complementaria)
1. Posición general de Leibniz
Toda la filosofía de Leibniz se basa en un intento de mediación y síntesis entre lo antiguo y lo nuevo:
No me avergüenzo, por lo tanto, de afirmar que encuentro en los libros de Aristóteles más cosas acertadas que en las meditaciones de Descartes. Hasta me atrevería a decir que la filosofía renovada podría aceptar sin ningún prejuicio los ocho libros de Aristóteles en su totalidad. En efecto, lo que Aristóteles argumenta con respecto a la materia, la forma, la privación, la naturaleza, el lugar, lo infinito, el tiempo o el movimiento es en la mayoría de los casos algo cierto y demostrado. Incluso la forma sustancial, aquello por lo cual la sustancia de un cuerpo difiere de la de otro, ¿quién no la admitirá? Nada hay más cierto que la materia prima. Sólo se trata de comprobar una cosa: si lo que Aristóteles enunció de forma abstracta sobre la materia, la forma y el cambio, hay que explicarlo a través de la magnitud, la figura y el movimiento (Carta a Thomasius)
El pensamiento central de Leibniz es el de un orden no determinado geométricamente y, por tanto, necesario, sino organizado espontáneamente y, por tanto, libre. El orden universal que Leibniz quiere reconocer y hacer valer en todos los campos no es geométrico y necesario, sino que es susceptible de organizarse y desarrollarse del mejor modo, según una regla no necesaria:
Nada sucede en el mundo que sea absolutamente irregular y no se puede ni siquiera imaginar nada semejante. Supongamos que alguno señale casualmente sobre el papel una cantidad de puntos: digo que es posible encontrar una línea geométrica, cuya noción sea constante y uniforme según una regla determinada y tal que pase por todos estos puntos precisamente en el orden con que la mano los ha trazado. Y si alguno traza una línea continua, ya recta, ya circular, o de otra clase, es posible encontrar una noción o regla o ecuación común a todos los puntos de esta línea, en virtud de la cual los mismos cambios de la línea se explican [...] Así se puede decir que en cualquier modo que Dios hubiera creado el mundo, el mundo habría sido siempre regular y provisto de un orden general (Discurso de metafísica,§ 6).
Un concepto de orden así formulado incluye la posibilidad de la libertad, esto es, la elección entre varios órdenes posibles. Entre los diversos órdenes posibles Dios ha elegido el más perfecto, aquel que es al mismo tiempo el más simple y el más rico en fenómenos. La elección es regulada por el principio de lo mejor.
La categoría fundamental para la interpretación de la realidad no es la necesidad, sino la posibilidad. Todo lo que existe es una posibilidad que se ha realizado; y se ha realizado, no en virtud de una regla necesaria y ni siquiera sin ninguna regla, sino en virtud de una regla no necesaria y libremente aceptada. Lo cual quiere decir que no todo lo que es posible se ha realizado o sea realiza y que el mundo de los posibles es mucho más vasto que el mundo de lo real. Dios podía crear una infinidad de muchos posibles; ha realizado el mejor con una libre elección, esto es, según una regla que Él mismo se ha puesto por su suprema sabiduría. Lo que existe no es, pues, una manifestación necesaria de la esencia de Dios, sino solamente el producto de una libre elección de Dios. Esta elección es, sin embargo, racional; tiene su razón en el hecho de que es la mejor elección entre todas las posibles.
Las matemáticas no son sino una de las aplicaciones de un arte de la demostración que puede extenderse a otros muchos temas. Uno de sus sueños consistía en una ciencia general, que tuviese a su disposición una simbólica, llamada característica universal, que pudiese desempeñar, en cualquier campo, el papel del simbolismo en matemáticas y que permitiese decir, ante cualquier cuestión: “Calculemos”, en lugar de: “Discutamos”.
Si la tuviésemos tal como la concibo, podríamos razonar en metafísica y en moral; porque los caracteres fijarían nuestros pensamientos, demasiado vagos y variables, en esas materias en las que la imaginación no nos ayuda.
Esa ciencia tiene un ideal muy diferente del ideal cartesiano: para ella, demostrar es reducir proposiciones dadas a proposiciones idénticas, en las que el sujeto es el mismo que el atributo; ahora bien, esa reducción sólo es posible si las nociones que entran en las proposiciones pueden ser analizadas en los elementos simples que las componen, para poner de manifiesto esa identidad, y si se eligen para los elementos unos símbolos tales que la noción compuesta se deduzca necesariamente de las de los simples; porque
todo razonamiento no es más que una conexión o sustitución de caracteres; pero como toda sustitución nace de una determinada equipolencia, es, pues, una combinación de caracteres.
Descartes, al decir que había que partir de proposiciones evidentes, no consiguió su objetivo en modo alguno; porque la evidencia es un carácter subjetivo y variable según los espíritus y que sólo puede engendrar quimeras. Descartes se detenía casi siempre en nociones que necesitaban más análisis, como la noción de extensión. Leibniz piensa, por el contrario, que su análisis reductor y su combinatoria utilizan símbolos que “deben servir para la invención y para el juicio”, aunque es cierto que las nociones nuevas, como se ve en el análisis matemático, no son jamás sino combinaciones de nociones ya adquiridas. Finalmente, una de las mayores ventajas de este método consistiría, en opinión de Leibniz, en sopesar sus ventajas y desventajas en una deliberación y estimar las probabilidades.
La posición inicial de Leibniz estaba, por tanto, más cerca de Aristóteles que de Descartes: no pretendía describir los procesos mentales y libres por los que el espíritu humano llega a la verdad, a la duda, a la reflexión sobre la evidencia, etc., sino determinar las relaciones necesarias que obligan al espíritu a pasar de una proposición a otra, nada le resultaba tan antipático como la duda cartesiana, que bastaría para aniquilar cualquier empresa filosófica; porque, “una vez admitida, ni la existencia de Dios puede eliminarla”, sobre todo si la falibilidad del hombre es debida al pecado. La resolución de las proposiciones en idénticas no implica duda alguna. “Admitimos los postulados y los axiomas, tanto porque satisfacen inmediatamente al espíritu, como porque han sido probados por infinitas experiencias: sin embargo, interesa para la perfección de la ciencia que sean demostrados”.
La combinatoria de Leibniz consiste, pues, en esencia, en establecer todos los enlaces posibles, es decir, no contradictorios, entre unos términos primitivos dados; así se prueba a priori la realidad de un concepto como tal. Pero semejante método es casi siempre inaccesible para el espíritu humano; porque no hay noción alguna, salvo la de número, cuyos últimos “requisitos” podamos llegar a determinar: la claridad y la distinción de una idea no bastan para ello; no sólo hace falta que sea clara, es decir, inconfundible con otras (como un color) y que sea distinta, es decir, que tengamos un conocimiento claro de los caracteres por los que se distingue de las demás (como la extensión en relación con el pensamiento), sino también que sea adecuada, es decir, que esos mismos caracteres sean analizados en sus últimos elementos.
A falta del método a priori, la posibilidad de un concepto se prueba a posteriori, por la experiencia; y hasta en la más clara de las ciencias, en la ciencia de los números, nos vemos obligados a veces a detenernos ahí.
Todas las manifestaciones de la personalidad de Leibniz desembocan en un único pensamiento central: el de un orden, no determinado geométricamente y, por tanto, necesario, sino espontáneamente y, por tanto, libre.
El orden universal que Leibniz quiere reconocer y hacer valer en todos los campos no es geométrico y necesario (como el que constituía el ideal de Spinoza), sino que es susceptible de organizarse y desarrollarse del mejor modo, según una regla no necesaria. El concepto de este orden es expresado con toda claridad por Leibniz en el Discurso de metafísica:
Nada sucede en el mundo que sea absolutamente irregular y no se puede ni siquiera imaginar nada semejante. Supongamos que alguno señale casualmente sobre el papel una cantidad de puntos: digo que es posible encontrar una línea geométrica, cuya noción sea constante y uniforme según una regla determinada y tal que pase por todos estos puntos precisamente en el orden con que la mano los ha trazado. Y si alguno traza una línea continua, ya recta, ya circular, o de otra clase, es posible encontrar una noción o regla o ecuación común a todos los puntos de esta línea, en virtud de la cual los mismos cambios de la línea se explican... Así se puede decir que en cualquier modo que Dios hubiera creado el mundo, el mundo habría sido siempre regular y provisto de un orden general.
Un concepto de orden así formulado excluye toda rigidez y necesidad, e incluye la posibilidad de la libertad, esto es, la elección entre varios órdenes posibles. Pero elección no significa arbitrio, según Leibniz. Entre los diversos órdenes posibles Dios ha elegido el más perfecto, esto es, aquel que es al mismo tiempo el más simple y el más rico en fenómenos. La elección, pues, es regulada por el principio de lo mejor. Un orden que incluya la posibilidad de elección libre y que sea susceptible de ser determinado por la elección mejor, es el orden que Leibniz quiso reconocer y establecer en todos los campos de la realidad. Su búsqueda de una ciencia general, de una especie de cálculo que sirviera para descubrir la verdad en todos los ramos del saber, parte de la necesidad de crear un órgano, un instrumento, que permita encontrar y establecer aquel orden en todos los campos. La misma realidad física debe revelar este orden. «Hay necesidad, dice Leibniz, de filósofos naturales que no solamente introduzcan la geometría en el campo de las ciencias físicas (dado que la geometría carece de causas finales), sino que manifiesten también en las ciencias naturales una organización, por decirlo así, civil». La misma realidad física es “una gran república” organizada y sostenida por el principio de libertad. El orden, la razón del mundo, es la libertad, según Leibniz.
Para Leibniz la categoría fundamental para la interpretación de la realidad no es la necesidad, sino laposibilidad. Todo lo que existe es una posibilidad que se ha realizado; y se ha realizado, no en virtud de una regla necesaria y ni siquiera sin ninguna regla, sino en virtud de una regla no necesaria y libremente aceptada. Lo cual quiere decir que no todo lo que es posible se ha realizado o se realiza y que el mundo de los posibles es mucho más vasto que el mundo de lo real. Dios podía crear una infinidad de mundos posibles; ha realizado el mejor con una libre elección, esto es, según una regla que Él mismo se ha puesto por su suprema sabiduría. Lo que existe no es, pues, una manifestación necesaria de la esencia de Dios, que deriva geométricamente de tal esencia, sino solamente el producto de una libre elección de Dios. Esta elección no es, sin embargo, arbitraria, sino racional; tiene su razón en el hecho de que es la mejor elección entre todas las posibles.
2. La monadología como teoría del conocimiento
Leibniz desarrolló una monadología con el propósito de superar el dualismo psico-físico cartesiano y explicar el carácter dinámico de lo real, lo cual, considerando la materia como extensión, según él, no es posible. En el contexto de la explicación de los fenómenos de la naturaleza juega un papel primordial el nuevo concepto físico de inercia; pero, en contra del cartesianismo, Leibniz sostenía que dicho principio no puede ser explicado recurriendo a la mera extensión, sino que requiere el concepto de fuerza (vis). Además, la misma noción de extensión supone su divisibilidad, y lo que es divisible supone que está constituido por partes, reales o potenciales. Pero, si estas partes son susceptibles de ser divididas, esto nos conduciría a una regresión infinita, a menos que llegásemos a partes indivisibles. Definía a la mónada como una “sustancia simple”, una “unidad”, que son los “elementos de las cosas” y los “verdaderos átomos de la naturaleza”.
Pero, por definición, lo que es indivisible es inextenso. De esta manera concibe Leibniz las mónadas: unidades indivisibles e inextensas. Pero si la materia se caracteriza por la extensión, y las mónadas son inextensas, entonces, las mónadas son también inmateriales e incorpóreas (así como inmutables, inalterables e inmortales); las mónadas sólo pueden comenzara existir por creación de Dios y sólo pueden acabar por aniquilación. Las mónadas leibnizianas son puntos de fuerza espirituales.
El concepto de extensión puede explicarse a partir de las mónadas inextensas, del espacio y del tiempo, los cuales, a su vez, pueden explicarse como orden de coexistencia y orden de sucesión. De esta manera Leibniz no elimina la extensión, pero sí que elimina su sustancialidad. En virtud del principio de los indiscernibles cada mónada es completamente distinta de otra, y es como un punto de fuerza que produce los fenómenos. Por tanto, toda la naturaleza, que está dotada de esta fuerza, es como si estuviera dotada de vida. Así, Leibniz reinterpreta la física estática cartesiana y la dinamiza a través de esta concepción de fuerza que se opone a la mera extensión geométrica de Descartes. Las mónadas son las sustancias simples, sin partes, verdaderos átomos inextensos que forman el universo, no pueden comunicarse entre sí (no tienen “ventanas” abiertas al exterior que permitan una mutua interacción), sustancias o principios activos que reflejan el todo, y están ordenadas por la ley de la armonía preestablecida que gobierna sus interacciones. De esta manera, Leibniz puede combinar la idea de que lo real se reduce a elementos últimos indivisibles (átomos), pero dotados de fuerza por sí mismos.
Además, la mónada es una fuerza primitiva también en el reino del conocimiento. La monadología se transforma, así, en teoría del conocimiento. Puesto que la mónada es un ser anímico, él también pudiera parecer ilógico, pero no lo es, porque la consideración gnoseológica posee su propio punto de vista metódico junto al de la consideración ontológico-metafísica y porque el alma no siempre es espíritu.
Según Leibniz las actividades propias de las mónadas son dos: la percepción o representación, y el apetito o tendencia a sucesivas percepciones. Entre el mero percibir y el percibir de modo consciente existe una gran diferencia, que Leibniz subraya incluso terminológicamente, llamando “apercepción” al modo de percibir consciente y percepción al mero percibir. La apercepción sólo se da en algunas mónadas: los espíritus o inteligencias; todas las mónadas, pues, perciben, pero sólo algunas “aperciben” (es decir, son conscientes de su percibir). Las mónadas humanas, ciertamente, pueden “apercibir”, aunque a veces percibimos sin darnos cuenta de que lo hacemos; todas nuestras percepciones no son, sin más apercepciones.
La realidad no es ni mente ni cuerpo; todo lo extenso es divisible y la extensión no es más que un concepto útil, pero no último; incluso la misma noción de “átomo extenso” es contradictoria. La realidad es algo metafísico, del que todo lo demás, como por ejemplo, la extensión, el movimiento, la inercia, la resistencia, la impenetrabilidad, la cohesión o cualquier actividad de los cuerpos es manifestación fenoménica. Esta realidad última no puede ser sino inespacial, simple, indivisible, no material y una, puesto que lo que es ha de ser propiamente uno; es fuerza, energía; la sustancia es principio de fuerza, aun fuerza capaz de desarrollarse según la plenitud de potencialidad inherente a la propia naturaleza.
Según Leibniz la extensión y el movimiento, la figura y el número no son sino determinaciones extrínsecas de la realidad, que no van más allá del plano de las apariencias, es decir, del fenómeno. La res extensade Descartes no puede ser la esencia de los cuerpos, porque no basta por sí sola para explicar todas las propiedades corpóreas. Por ejemplo, no puede explicar la inercia. Esto significa que hay algo que se encuentra más allá de la extensión y del movimiento, que no posee una naturaleza puramente geométrico-mecánica, y, pro tanto, física; en consecuencia, es de naturaleza metafísica: ésta es, precisamente, la fuerza, de la que proceden tanto el movimiento como la extensión.
Por esto, Leibniz creyó haber refutado a Descartes, gracias al descubrimiento de un memorable error cometido por Cartesius en una cuestión física: Descartes afirmaba que lo que permanece constante en los fenómenos mecánicos es la cantidad de movimiento; Leibniz, en cambio, demuestra que esto es insostenible científicamente, pues lo que permanece constante es la energía cinética, la “fuerza viva”, que se expresa mediante el producto de la masa por la aceleración.
De este modo, la corrección de un error que Descartes cometió en física llevará a Leibniz a una conclusión filosófica importante: los elementos constitutivos de la realidad (el fundamento mismo de la realidad) son algo que se encuentra por encima del espacio, del tiempo y del movimiento; es decir, en aquellas sustancias tan criticadas por los modernos. Leibniz reintroduce así las sustancias en cuanto principios de fuerza. Desde esta perspectiva, Leibniz abandonó a Aristóteles y, tras aceptar el atomismo de Gassendi, superó al cartesianismo; aunque de nuevo acabó recuperando la noción aristotélica de sustancia, ahora replanteada por su propia posición. Leibniz aceptó el nombre de “entelequia” para referirse a la sustancia en cuanto poseedora de su propia determinación y perfección esencial (con su finalidad interna). Sin embargo, finalmente asumió el nombre de “mónada”, para indicar las sustancias-fuerza primigenias, de origen neoplatónico.
Estos centros de fuerza o energía, que llama mónadas, son infinitos en número, y cada uno de ellos es un individuo, distinto, independiente de cualquier otro e indestructible, teleológicamente orientado, que tiene la capacidad de reflejar en sí, como en un espejo, todo el universo. Este conjunto de reflejos del universo está constituido por las percepciones propias de cada mónada, a las que se añade la apercepción, o conciencia, de la propia actividad en aquellas mónadas que se consideran conscientes:
Y tómese de la manera que se quiera, siempre resulta evidente que, en todos los estados del alma, las verdades necesarias son innatas y su existencia se comprueba a partir de lo interior, sin que puedan establecerse a partir de experiencias, como ocurre con las verdades de hecho [...] El espíritu no sólo es capaz de conocerlas, sino de encontrarlas en sí mismo, y si sólo tuviese la simple capacidad de recibir los conocimientos o la potencia activa para ellos, tan indeterminada como la que tiene la cera para las figuras y la tabla rasa para las letras, no sería la fuente de las verdades necesarias, como acabo de demostrar que es: pues es innegable que los sentidos no bastan para hacernos ver la necesidad de dichas verdades [...] La posibilidad de entenderlas no consiste en una simple facultad: es una disposición, una aptitud, una preformación que determina nuestra alma y que hace que puedan ser deducidas de ella. Al modo en que hay diferencias entre la figura que se da a la piedra o al mármol indiferentemente y la que ya está indicada en las vetas, o están dispuestas a hacerse ver si el obrero sabe aprovecharlas (Nuevos ensayos sobre el entendimiento humano, Madrid, Alianza, 1992, pp. 76-78)
La actividad que despliegan las mónadas no se explica por el principio de causalidad, sino por el de finalidad: su fuerza está en su tendencia a actuar, en su apetito, o apetencia; en su mundo hay finalidad y no mecanicismo: es un mundo, por tanto, psíquico (pan-psiquismo). La unidad que le es propia es causa también de su independencia: no pueden comunicarse entre sí, puesto que son sujetos con una actividad sólo inmanente; por esto, dice Leibniz que las mónadas carecen de ventana por las que algo pueda entrar o salir. Así pretende solucionar la cuestión pendiente en el racionalismo de la interacción de las sustancias entre sí. No aceptando el dualismo de Descartes ni el ocasionalismo de Malebranche, se decide por una armonía preestablecidapor Dios al crear el universo, que pone en marcha todas las sustancias y sus cambios para que armonicen entre sí percepciones y apercepciones.
Definida la sustancia como inextensa, los cuerpos son, sin embargo, extensos en cuanto son manifestaciones de las mónadas: “fenómenos bien fundados”. Son fenómenos porque no son seres verdaderos; no son verdadero ser porque sólo lo es la sustancia, aunque no son meras apariencias, porque a éstas nada corresponde en la realidad, mientras que a los fenómenos bien fundados les corresponde ser manifestación de la sustancia. Es posible coordinarlos entre sí mediante las leyes generales de los cuerpos, o de la naturaleza. Espacio y tiempo son, en cambio, meras relaciones de fenómenos. Lo que existe es, pues, o sustancia o fenómeno; mónadas, unas e indivisibles, o compuestos agregados y extensos.
Esta ontología tiene indudables consecuencias, de las que destacan:
El espacio no coincide con la naturaleza de los cuerpos (como decía Descartes), ni es el sensorium Dei, como quería Newton. El espacio, para Leibniz, es un fenómeno, el modo en que se aparece a nosotros la realidad, pero no es un mero fenomenismo, sino bene fundatum. El espacio nace de la relación de las cosas entre sí.
El tiempo se transforma en un ens rationis, igual que el espacio. El tiempo no es una realidad subsistente o absoluta (contra Newton), sino un fenómeno. El tiempo se basa en que las cosas preexisten, coexisten y postexisten; es decir, se suceden. El tiempo, como absoluto, sería como uno de los idola de Bacon (prejuicio mental), que hay que superar.
Las leyes de la mecánica pierden su carácter de verdades matemáticas (verdad lógica incuestionable) y se convierten en leyes de conveniencia (cuya regla es “la mejor opción”); de acuerdo con esto Dios creó el mundo.
Se supera la visión mecánica de Descartes: el mundo y los cuerpos como máquinas en sentido mecanicista. El mundo, ciertamente, actúa como una enorme máquina. Pero esta máquina, dice Leibniz, es la realización de la voluntad divina, la actualización de una finalidad querida por Dios, que ha elegido lo mejor; la clave es: el mecanicismo está al servicio del finalismo, y no al contrario.
3. El conocimiento según Leibniz
3.1 ¿Qué es el conocimiento?
Para Leibniz, como para Descartes, el espíritu es primordialmente pensar y conocer, el mismo apetecer es “tendencia a pasar de una percepción a otra”; el sentimiento no constituye un especial tema de su filosofía.
Contra el empirismo de Locke sostiene que la mente no es una tabula rasa; y contra el racionalismo mecanicista de Descartes sostiene que las ideas sólo son virtualmente innatas. No es necesaria la experiencia para la aparición de las ideas en la mente: el espíritu humano posee la capacidad de “tomar de sí mismo las verdades necesarias”, si bien la experiencia es la ocasión que los suscita. El conocimiento, o las verdades pueden ser necesarias o contingentes: verdades de razón o verdades de hecho. Aquéllas son innatas, mientras que éstas se establecen a partir de la experiencia. Aquéllas se fundan en el principio de no contradicción, o de identidad; éstas en el principio de razón suficiente. Las primeras se refieren a las esencias de las cosas, cuyas propiedades establecen entre sí relaciones necesarias en el mundo de la posibilidad; las segundas se refieren a los hechos, esto es, a la existencia actual de las cosas en el tiempo.
El innatismo virtual de Leibniz consiste en afirmar que las ideas innatas no se hallan en acto, esto es, pensadas y conscientes, en la mente, sino que están presentes en ella sólo como está presente un hábito o una disposición: «nada hay en el entendimiento que antes no haya estado en los sentidos (como afirma Locke), a excepción del mismo entendimiento (como afirma Leibniz)». Lo innato, además, son las verdades (conocimiento potencial o virtual), pero no los pensamientos o los conceptos acerca d esas verdades. Conocer es, en definitiva, tener conciencia de verdades de razón acerca de las ideas y de verdades de hecho acerca de las cosas. El conocimiento sensible y el inteligible, sin embargo, no difieren por su origen, como si éste surgiera del alma y aquél de los sentidos: los sentidos sólo son la ocasión de que las ideas (innatas) que se hallan potencialmente en él lleguen a ser conocidas de un modo actual. Pero ni siquiera el conocimiento sensible puede propiamente decirse que proviene “del exterior”; supuesta la noción que Leibniz tiene de las sustancias –o de las mónadas–, que no pueden actuar unas sobre otras, y del alma, que expresa todo el universo, ha de afirmar que todas las ideas, incluidas las que proceden de la sensación, de alguna manera están “ya en la mente”. La distinción de conocimiento no es, pues, de origen, sino de naturaleza: uno es acerca de lo necesario; el otro, acerca de lo contingente.
Leibniz considera que existe en todo momento en el espíritu humano una infinidad de percepciones, pero sin apercepción y sin reflexión; son, pues, cambios en el espíritu humano de los que no nos apercibimos, ya que las impresiones o bien son excesivamente pequeñas o bien son excesivamente numerosas o no están lo bastante diferenciadas. En realidad, las impresiones que el espíritu humano se forma le parecen claras tomadas como totalidad, pero de hecho estas impresiones están formadas por muchísimas minúsculas percepciones, que no podemos diferenciar de forma aislada una de otra.
¿Cuál es el papel de los sentidos en el proceso de conocimiento? El contenido de los sentidos es exclusivamente sensible y viene constituido por los objetos y afecciones de cada sentido. Son claros, en cuanto ayudan a tener conocimiento de algo determinado; pero son “confusos” y no “distintos”, en cuanto que no pueden resolverse en conceptos ni declararse a aquel que aún no ha experimentado aquellos contenidos. Tan sólo es posible inducirle a que lo perciba por sí mismo. Y sobre todo, las cualidades sensibles son en realidad cualidades ocultas, un “no sé qué”, del que se da uno cuenta sin que pueda dar razón de ello.
De esta forma, según Leibniz, nosotros usamos nuestros sentidos externos de la misma forma que un ciego usa su bastón, y, así, quedamos muy lejos de la verdad, y en modo alguno únicamente entendemos la naturaleza de las cosas sensibles, sino que éstas son, en verdad, las que menos y peor conocemos. Sin embargo, Leibniz admite que “en nuestro estado presente no son necesarios los sentidos externos para pensar, de manera que si no los tuviéramos nada pensaríamos”.
Por encima de las cualidades adscritas a cada uno de los sentidos externos, se da un segundo estrato en el espíritu humano, el del sentido común con sus contenidos. Éstos no son específicos de ningún sentido particular, sino que los datos sensibles particulares se reúnen en el sentido común convirtiéndose en un contenido común. Este sentido común, junto con los sentidos externos, constituye la “facultad imaginativa”. Aquí, en la “imaginación”, poseemos contenidos no sólo claros, sino también distintos, a los que pueden ahora aplicarse conceptos, como la idea de “número”, y la de “figura” o “extensión”, que podrán afectar a los datos de la sensación visual y táctil, aunque no a los de la audición. Los contenidos del sentido común vienen a ser sensibles e inteligibles al mismo tiempo.
La tercera clase de contenidos de la mente son los puramente inteligibles. Como ejemplo aduce Leibniz el número y la figura. Estas ideas “claras y distintas” constituyen el objeto de la imaginación. Pero igualmente constituyen el objeto de las ciencias matemáticas, a saber, de la aritmética y la geometría, como ciencias puramente matemáticas, y de su aplicación a la naturaleza, de donde procede la matemática aplicada. Siempre que queremos explicar las cualidades sensibles y hacerlas accesibles a conclusiones racionales, hemos de recurrir a estas ideas matemáticas. Pero, y aquí está la concepción específicamente leibniziana, «las mismas ciencias matemáticas no tendrían estricta fuerza probativa, si no consistieran más que en una simple inducción u observación, incapaz de asegurarnos nunca la perfecta universalidad de las verdades obtenidas, si no viniera en ayuda de la imaginación y del sentido algo superior, que única y exclusivamente puede ser dado por el entendimiento». En los conceptos matemáticos y geométricos tenemos, pues, según Leibniz, conceptos del entendimiento.
4. Las ideas innatas y lo inteligible
4.1 El conocimiento como anámnesis
Leibniz coloca en los contenidos inteligibles de la mente las ideas innatas. Contra Locke y contra Aristóteles afirma Leibniz que el alma no es una tabula rasa. Leibniz afirma que el alma lleva ya desde el principio impresa “ciertas razones originarias de diversos conceptos y principios, que los objetos externos no hacen más que excitar de nuevo en ocasión oportuna”, escribe en el Prefacio a los Nuevos ensayos. Se refiere a las ideas platónicas:
Platón apartó el pensamiento de estas ideas confusas y lo dirigió a los puros conceptos, y afirmó que todo auténtico saber se ocupa de lo eterno, y que los conceptos universales o las esencias poseen más realidad que las cosas particulares, las cuales participan del acaso y de la materia y consisten en un eterno fluir. El sentido nos proporciona más error que verdad; el espíritu se libera de la materia en el puro conocimiento de las verdades eternas y alcanza con ello su perfección. Hay en nuestro espíritu ideas innatas, que nos representan las esencias generales de las cosas; nuestro conocimiento es, por tanto, un recordar, y nuestra perfección hay que reducirla en último término a una comunidad de los dioses. Todo esto, si se interpreta rectamente, es plenamente verdadero y de la más alta significación.
La alusión al diálogo platónico Menón hay que encuadrarla en esta misma concepción de la “anámnesis:
Tenemos en nosotros las ideas, y de la reminiscencia de Platón... Pues nuestra alma expresa a Dios y el universo y todas las esencias de igual modo que todas las existencias. Esto está de acuerdo con mis principios, pues naturalmente nada nos entra en el espíritu de fuera, y es una mala costumbre que tenemos el pensar como si nuestra alma recibiera algunas especies mensajeras, y como si tuviese puertas y ventanas. Tenemos en el espíritu todas esas formas, e incluso desde siempre, porque el espíritu expresa siempre todos sus pensamientos futuros, y piensa ya confusamente en todo lo que pensará alguna vez distintamente. Y no se nos podría enseñar nada cuya idea no tengamos ya en la mente, pues esa idea es como la materia de que se forma ese pensamiento. Esto es lo que Platón consideró de un modo excelente cuando expuso su reminiscencia, que tiene mucha solidez, con tal que se la entienda bien (Discurso de metafísica, § 26)
4.2 El “entendimiento mismo”
En su discusión con Locke, da Leibniz una significación distinta de los contenidos inteligibles. Esas verdades no se hallarían en nuestro espíritu “independientes entre sí, unas al lado de las otras”, como los edictos que se pegan a un tablero; se trata, más bien, de inclinaciones, disposiciones y aptitudes o potencias naturales. No es que se reduzca todo a una “mera facultad”, sin ninguna actual actividad, como las facultades de que continuamente hablan los libros de escuela y que no significan, según Leibniz, realidad alguna, sino ficciones fabricadas por vía de abstracción; puesto que el alma, como sustancia que es, no puede en absoluto estar sin actividad alguna, aunque dicha actividad no la advirtamos perennemente.
Con este concepto de fuerzas y potencias naturales quiere Leibniz salir al paso de la objeción que tanto Aristóteles como Locke habían lanzado contra la existencia de las ideas innatas, diciendo que de existir en nuestra alma deberíamos tener noticia de ellas. Aún de aptitudes y hábitos y otros contenidos espirituales conscientemente adquiridos no tenemos muchas veces advertencia, pero ahí están y de pronto aparecen de nuevo. Estas disposiciones, aptitudes y potencias naturales no son en realidad otra cosa que el entendimiento mismo, que conoce la sustancia, lo uno, lo mismo, la causa, la percepción y otra multitud de cosas que no pueden darnos los sentidos:
El espíritu no sólo es capaz de conocerlas, sino también de encontrarlas en sí mismo, y si sólo tuviese la simple capacidad de recibir conocimientos o la potencia activa para ello, tan indeterminada como la que tiene la cera para las figuras y la tabla rasa para las letras, no sería la fuente de las verdades necesarias, como acabo de demostrar, pues es innegable que los sentidos no bastan para hacernos ver la necesidad de dichas verdades (Nuevos ensayos, p. 77)
Puede concederse a Locke que nada hay en el alma que no haya pasado por los sentidos, pero a esto añade Leibniz: excipe, nisi ipse intellectus. La expresión nihil est in intellectu quid prius no fuerit sub sensu es un axioma filosófico de larga tradición, cuya traducción es “nada hay en el entendimiento que antes no haya estado en los sentidos”. El racionalismo opuso a esta postura la teoría de las ideas innatas. Leibniz comentó este adagio añadiéndole la expresión “a no ser el entendimiento mismo”.
Concedo que la experiencia es necesaria para que el alma se vea determinada a tales o cuales pensamientos, y para que tome en cuenta las ideas que hay en nosotros, pero ¿cómo la experiencia y los sentidos pueden llegar a producir ideas? ¿Tiene el alma ventanas, se parece a las tablillas? ¿Es como la cera? Es claro que cuantos conciben así el alma, en el fondo la hacen corporal. Se me objetará el axioma admitido por los filósofos, según el cual “nada hay en el alma que no venga de los sentidos”. Pero hay que exceptuar al alma misma, y a sus afecciones. “Nihil est in intellectu quod non fuerit in sensu”, exige: nisi ipse intellectus. El alma entraña al ser, la sustancia, lo uno, lo mismo, la causa, la percepción, el razonamiento, y otras muchas nociones que los sentidos no pueden proporcionar (Nuevos ensayos, pp. 114-115)
Esto significa que el alma es innata a sí misma, que el intelecto y su actividad son algo a priori, y que preceden a la experiencia. Por esto, Leibniz no es, sin más, un innatista al modo de Descartes; ni es, por supuesto, un empirista como Locke, sino que sigue un camino intermedio.
5. El juicio
De modo clásico, el juicio supone la atribución de unos predicados a un sujeto. Atribución que puede ser simplemente nominal, incluso arbitraria. Por ello hay que precisar el criterio de verdad de un juicio. El enfoque de Leibniz es puramente intensional:
es menester que el término del sujeto encierre siempre el del predicado, de suerte que el que entendiera perfectamente la noción del sujeto juzgaría también que el predicado le pertenece (Discurso de metafísica, 8)
Y si no está comprendido expresamente lo ha de estar virtualmente. El criterio es, por tanto, el de identidad o inclusión de los predicados en la noción del sujeto. Bastará analizar esta noción para juzgar de la verdad del juicio. La verdad no se presenta como adecuación o no a la realidad exterior o como relación entre ideas, sino en la identidad o inclusión de las nociones respectivas entre sí. Noción que es no un concepto universal, sino la noción individual que comprende la realidad íntegra del sujeto. Ello implica que es de la construcción mental de la noción sujeto de la que se sigue la construcción mental del predicado.
Si el predicado no sólo está incluido en el sujeto, sino que es idéntico a él, lo que se tiene es la definición completa, paradigma del juicio. La función de las definiciones no es conectar los términos entre sí, sino manifestar su identidad. Leibniz distingue las definiciones nominales de las reales.
La nominal contiene las notas de la cosa por las que se distingue; sólo bastan para una ciencia perfecta, cuando ya se ha establecido que es posible la cosa conocida.
La definición real se caracteriza de dos maneras: que no implica contradicción o que demuestra evidentemente su imposibilidad; que da la constitución efectiva de lo definido, es decir, cuando comprendemos por qué medio puede producirse una cosa. Estas dos maneras son facetas de un mismo aspecto: para Leibniz, existe un dinamismo subyacente total, de aquí que la definición real lo que señala es la construcción efectiva de lo que se define, construcción que, a la vez, muestra tanto su posibilidad como la no existencia de contradicción en la misma.
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