Por: NORBERT ELIAS (extracto Tomado de una edición del FCE-México)
Traducción
de
RAMÓN GARCÍA COTARELO
Investigaciones sociogenéticas y psicogenéticas
INTRODUCCIÓN
I
Cuando hoy día reflexionamos sobre la estructura de las emociones huma-nas y de su control, y cuando tratamos de elaborar teorías acerca de ellas, solemos creer que las observaciones sobre los seres humanos contemporá-neos en las sociedades desarrolladas constituyen un material empírico sufi-ciente. Esto es, partimos descuidadamente del supuesto de que resulta posi-ble construir teorías generales sobre las estructuras emotivas y de control del hombre en cualquier sociedad, tomando como fundamento investigaciones sobre las estructuras emotivas y de control de seres humanos en una fase es-pecífica del desarrollo social, de seres humanos de nuestra propia sociedad como se nos presentan aquí y ahora. Sin embargo, existen observaciones en abundancia, relativamente fáciles de comprobar, que muestran que el mode-lo y las pautas de control de emociones pueden ser distintos según las clases sociales de que se trate en una sola sociedad. Tanto si nos ocupamos del pro-blema del desarrollo secular de los países europeos o del de los llamados «países subdesarrollados» en otras partes del planeta, encontramos siempre este tipo de observaciones. La cuestión que éstas plantean entre otras es la de saber cómo y por qué en el curso de tales transformaciones generales a largo plazo y en una dirección (para las que hemos aceptado el concepto de «evolución» como término técnico) ha cambiado en un sentido determinado la emotividad del comportamiento y de la experiencia de los seres humanos, la regulación de las emociones individuales por medio de coerciones inter-nas o externas y, con ellas, en cierta medida también la estructura de todas las manifestaciones humanas. Estos son los cambios a los que nos referimos en el habla cotidiana cuando afirmamos que los hombres de nuestras socie-dades son hoy «más civilizados» que ayer o que los de otras sociedades son «menos civilizados», quizá incluso más «bárbaros», que los de la propia. El matiz valorativo de tales enunciados es claro; los hechos a los que se remi-ten no lo son. Esto depende, en parte, de la circunstancia de que las investi-gaciones sociológicas empíricas sobre transformaciones a largo plazo de las estructuras de la personalidad, y en especial de las regulaciones emotivas de los seres humanos, todavía tropiezan con graves dificultades en el estadio actual de los estudios sociológicos. El interés de la sociología actual se con-centra sobre procesos a plazo relativamente corto y, fundamentalmente, so-bre problemas que se refieren a una circunstancia concreta de las sociedades. Las transformaciones de larga duración de las estructuras sociales, así como de las estructuras de personalidad, han desaparecido por completo del hori-zonte actual de la investigación.
El presente estudio trata de tales procesos de larga duración. Si resumi-mos brevemente los distintos tipos de procesos facilitaremos su compren-sión. En un primer momento podemos distinguir dos direcciones principales en los cambios de la estructura social: cambios estructurales en la dirección de una diferenciación e integración crecientes y cambios estructurales en la dirección de una diferenciación e integración decrecientes. Además de éstos, se da un tercer tipo de procesos sociales en cuyo decurso cambia la estructu-ra de una sociedad o de sus aspectos parciales, pero no en la dirección de una diferenciación e integración crecientes o decrecientes. Por último, hay numerosísimos cambios en las sociedades que no van acompañados por transformaciones de su estructura. Con esto no se hace justicia por entero a la complejidad de tales cambios, puesto que hay toda clase de tipos interme-dios y de mezclas y, a menudo, puede observarse al mismo tiempo y en una misma sociedad diversos tipos de cambios y hasta cambios en direcciones opuestas. No obstante, sirva de momento este breve resumen de los tipos de cambio para mostrar los problemas con los que se enfrentan las investiga-ciones que a continuación van a exponerse. Los dos primeros Capítulos tra-tan de la cuestión de si es posible corroborar de modo fehaciente y dar por objetiva la suposición, basada en observaciones dispersas, de que hay cam-bios de larga duración de las estructuras emotivas y de control de los seres humanos que mantienen una única dirección a lo largo de una serie de ge-neraciones. En ellos se contiene, asimismo, una presentación de métodos y resultados de investigación cuya contrapartida más conocida en las ciencias físico-naturales son los experimentos y los resultados; es decir, sirve para descubrir y clarificar lo que sucede en el campo de referencia todavía por in-vestigar, para descubrir y determinar las relaciones objetivas.
La comprobación de que hay cambios en las estructuras emotivas y de control de los seres humanos que mantienen la misma orientación a lo largo de toda una serie de generaciones, concretamente (para decirlo en una pala-bra), la dirección de una rigidez y diferenciación crecientes de los controles, plantea una segunda pregunta: ¿Será posible relacionar este cambio de larga duración de las estructuras de personalidad con los cambios estructurales a largo plazo del conjunto de la sociedad que también tienen una dirección de-terminada, esto es, la dirección de un aumento en el grado de diferenciación e integración; el Capítulo Tercero y el Resumen tratan de este problema.
Resulta que también faltan pruebas empíricas que demuestren la existen-cia de estos cambios sociales estructurales de larga duración en un único sentido. Fue necesario, por lo tanto, dedicar una parte importante de estas in-vestigaciones al descubrimiento y clarificación de relaciones objetivas de es-te otro tipo. La cuestión era si puede demostrarse la existencia de un cam-bio estructural del conjunto de la sociedad en la dirección de un grado supe-rior de diferenciación e integración, valiéndose de un material empírico in-discutible. Resultó que puede demostrarse: el proceso de construcción del Estado, que se trata en el Capítulo Tercero, es un ejemplo de un cambio es-tructural de este tipo.
Por último, el bosquejo provisional de una teoría de la civilización com-prende igualmente un modelo de las relaciones posibles entre el cambio a largo plazo de las estructuras individuales de los hombres (en la dirección de la consolidación y diferenciación de los controles emotivos) y el cambio a largo plazo de las composiciones que construyen los hombres en la direc-ción de un grado superior de diferenciación e integración; esto es, por ejem-plo, en el sentido de una diferenciación y prolongación de las líneas de inter-dependencia y de una consolidación de los «controles estatales».
II
Puede verse fácilmente que con este planteamiento, interesado en el des-cubrimiento de relaciones objetivas y en su clarificación, esto es, un plantea-miento empírico-teórico que se concentra en los cambios estructurales espe-cíficos de larga duración, en «evoluciones», nos diferenciamos claramente de la idea metafísica que vincula el concepto de evolución bien con la idea de una necesidad mecánica, bien con la de una finalidad teleológica. El pro-pio concepto de civilización se utilizó en el pasado frecuentemente en un sentido semi-metafísico, como se demuestra en el primer capítulo de este li-bro, y todavía hoy sigue teniendo contornos difusos. Aquí se trata, como ya he dicho, de elaborar el núcleo objetivo al que se refiere la noción precien-tífica vulgar del proceso civilizatorio, esto es, sobre todo, al cambio estruc-tural de los seres humanos en la dirección de una mayor consolidación y di-ferenciación de sus controles emotivos y, con ello, también, de sus expe-riencias (por ejemplo, en el retroceso de los límites de la vergüenza o del pu-dor) y de su comportamiento (por ejemplo, en las comidas o en los modos de diferenciar la cubertería). La tarea siguiente que presentaba al investiga-dor el descubrimiento de un cambio tal a lo largo de muchas generaciones, era la cuestión de la explicación. Como se ha dicho, puede encontrarse una propuesta de explicación en el Resumen.
Pero, con la ayuda de esta investigación, también nos diferenciamos del tipo de teoría que, con el paso del tiempo, ha venido a dominar los estudios sociológicos, substituyendo al antiguo tipo de teoría todavía centrado en el concepto semimetafísico de evolución; esto es, nos diferenciamos de las teo-rías del cambio social, hoy dominantes. Por lo que sabemos estas teorías no han conseguido distinguir hasta hoy de modo inequívoco entre los diversos tipos de cambio social que se han mencionado brevemente más arriba. En especial se advierte la falta de otras teorías, apoyadas en material empírico del tipo de los cambios sociales de larga duración que tengan la forma de un proceso y, sobre todo, de una evolución.
Mientras trabajaba en este libro, se me ocurrió de modo muy claro que, con él, se estaban poniendo los cimientos para una teoría sociológica no dogmática, empírica, de los procesos sociales en general y de la evolución social en concreto. Creía entonces que es muy claro que la investigación y el modelo comprensivo del proceso a largo plazo de la construcción del Estado, como se encuentran en el Capítulo Tercero de este trabajo, también podía servir como modelo de la dinámica a largo plazo de las sociedades en la dirección a la que se refiere el concepto de la evolución social. No creí, por lo tanto, que fuera necesario advertir que no se trata de una investigación so-bre una «evolución» en el sentido del siglo XIX, en el sentido de un progre-so automático, ni tampoco de una investigación sobre un «cambio social» no específico en el sentido del siglo xx. Para mí estaba esto tan claro entonces que no creí necesario referirme expresamente a tales implicaciones teóricas. Ahora veo que me equivoqué y la introducción a la segunda edición me ofrece la posibilidad de subsanar ese error.
III
La evolución social general de la que aquí tomamos una de sus manifes-taciones centrales, una ola secular de integración progresiva, un proceso de construcción del Estado, con el proceso complementario de una diferencia-ción también progresiva, es un cambio de composición que, considerado a largo plazo, en su ir y venir, en sus movimientos progresivos y regresivos, mantiene siempre una única dirección a lo largo de muchas generaciones. Este cambio estructural orientado puede demostrarse como tal hecho que es, con independencia de la valoración que se le dé. De lo que se trata aquí es de esa demostración del hecho. El concepto de cambio social, como instru-mento de investigación no es suficiente para dar cuenta de tales fenómenos. El mero cambio puede ser del tipo que es frecuente observar en las nubes y en los penachos de humo: tan pronto componen una figura como otra. Un concepto de cambio social que no distinga claramente entre cambios que se refieren a la estructura de una sociedad y cambios que no afectan a tal es-tructura y que tampoco distinga entre cambios estructurales sin una direc-ción determinada y cambios estructurales que a lo largo de muchas genera-ciones mantienen una dirección determinada, ya sea la del aumento o la dis-minución de la complejidad, es un instrumento muy insatisfactorio de la investigación sociológica.
Lo mismo sucede con toda una serie de problemas que aquí se trata. Cuando, tras algunos trabajos preparatorios (orientados tanto a la prepara-ción de documentos y material empírico como a la elaboración de los pro-blemas teóricos que iban aclarándose paulatinamente) pude ver con mayor nitidez el camino de la posible solución de aquellos, fui consciente de que este trabajo ayuda a resolver asimismo el endiablado problema de la cone-xión entre las estructuras psicológicas individuales, esto es, de las llamadas estructuras de personalidad, y las composiciones que constituyen muchos in-dividuos interdependientes, esto es, las estructuras sociales. Ello es posible porque aquí no se considera a estos dos tipos de estructuras como inmuta-bles, cual sucede a menudo, sino, más bien, como estructuras mutables, co-mo aspectos interdependientes del mismo desarrollo a largo plazo.
IV
Si las diversas disciplinas académicas, especialmente la sociología, a cu-yos ámbitos de estudio afecta esta investigación, hubieran alcanzado ya la fase de la madurez científica en la que se encuentran en la actualidad mu-chas de las disciplinas científico-naturales, hubiera cabido esperar una com-probación y discusión minuciosas, así como una criba de todo lo que es inú-til o refutable en una investigación documentada de procesos a largo plazo, como el de la civilización o el de la construcción del Estado, así como un examen de la propuesta teórica que de ella se deriva con el fin de incorpo-rarla total o parcialmente al fondo teórico-empírico común de la disciplina. Hubiera cabido esperar que el progreso del trabajo científico, en buena me-dida, descansase sobre el intercambio y la fructificación mutua de los traba-jos de muchos colegas, así como en el desarrollo posterior del fondo común del conocimiento. Hubiera cabido esperar que, treinta años más tarde, estas investigaciones pertenecieran al saber convencional de la disciplina, o bien que, gracias a los trabajos de otros especialistas, hubieran sido superadas y más o menos olvidadas.
En lugar de esto me encuentro con que, una generación más tarde, esta investigación sigue teniendo el carácter de adelantada en un campo en el que hoy, al igual que hace treinta años, es imprescindible la investigación com-binada en la esfera empírica y en la teórica. Ha aumentado la conciencia de que es urgente dar tratamiento a estos problemas. Hoy día pueden observar-se por doquier intentos orientados en la dirección en que se tratan aquí las cuestiones. Tampoco escasean intentos posteriores de resolver problemas a cuya solución ya trataba de aportar algo la documentación empírica de estos dos volúmenes así como el bosquejo adicional de una teoría de la civiliza-ción; no creo, sin embargo, que se hayan visto coronadas por el éxito.
Como ejemplo, baste mencionar brevemente la forma y la manera en que Talcott Parsons, que pasa por ser hoy día el teórico más destacado de la so-ciología, trata de plantear y de resolver algunos de los problemas que aquí se estudian. Lo característico de la posición teórica de Parsons, es el intento, como él mismo dice1, de desmembrar analíticamente en sus partes compo-nentes elementales desde su campo de observación los distintos tipos de so-ciedades. Un tipo concreto de estas partes componentes elementales (ele-mentary components) es lo que él llama «pattern variables». A estas pattern variables pertenece la dicotomía «emotividad-neutralidad emotiva». Es fácil hacerse cargo de su idea si se piensa que considera a cada sociedad como u-na mano de cartas en la de un jugador concreto: cada tipo de sociedad, pa-rece pensar Parsons, supone una mezcla distinta de las cartas. Pero las cartas son siempre las mismas y su número reducido por muy variadas que puedan ser sus combinaciones. Una de las cartas con las que se juega es la polaridad entre emotividad y neutralidad emotiva. Como él mismo dice, Parsons obtu-vo esta idea originariamente de la descomposición entre los dos tipos socia-les de Tönnies, de «comunidad» y «asociación». El tipo de la «comunidad», así al parecer lo cree Parsons, se caracteriza por la «emotividad»; el de la «asociación» por la «neutralidad emotiva». Pero, al igual que hace con las otras pattern variables en el juego de cartas, también a ésta le atribuye una significación universal para la determinación de las diferen-cias entre los distintos tipos sociales así como de las diferencias entre los distintos tipos de relación en una única sociedad. En este mismo contexto, Parsons se enfrenta al problema de la relación entre la estructura social y la personalidad 2. Señala Parsons que antes los había considerado como «siste-mas de acción humana», estrechamente vinculados e interactivos, pero que ahora puede declarar con seguridad que, en un sentido teórico, son fases o aspectos distintos de un único sistema fundamental de acción, e ilustra esta cuestión, entre otros modos, por medio de un ejemplo, declarando que lo que puede considerarse en la esfera sociológica como una institucionaliza-ción de la «neutralidad emotiva», en lo esencial, es igual a lo que, en la esfe-ra de la personalidad, puede considerarse como la «imposición de la renun-cia a la satisfacción inmediata en interés de la organización disciplinada y de los motivos a largo plazo de la personalidad».
Quizá no sea inútil para la comprensión de las investigaciones que siguen comparar este esfuerzo por resolver tales problemas con los esfuerzos ante-riores que aquí se presentan en una edición nueva. La diferencia decisiva en cuanto al procedimiento científico y la idea que se tiene de las tareas de una teoría social aparece claramente incluso en este breve ejemplo del tratamien-to que Parsons da a problemas relacionados con los nuestros. Con ayuda de una documentación empírica exhaustiva, El proceso de la civilización mues-tra exactamente eso, un proceso que, posteriormente, Parsons, valiéndose de construcciones conceptuales estáticas, ha reducido a la condición de situa-ciones de un modo completamente innecesario a mi parecer. En lugar de un proceso relativamente complicado, en cuyo decurso el conjunto de emocio-nes de los seres humanos va cambiando lentamente en la dirección de un control emotivo más fuerte y más proporcionado (aunque, por supuesto, no en el sentido de la situación de una neutralidad emotiva total), aparece en Parsons una contraposición simple entre dos categorías de situaciones, de las cuales viene a suponerse que son implícitas en grados distintos a diversos ti-pos sociales, al igual que las substancias químicas en las distintas mezclas. Con este reduccionismo conceptual en dos situaciones de lo que en el pre-sente trabajo se muestra empíricamente como un proceso, y también como proceso se elabora teóricamente, Parsons, se arrebata a sí mismo la posibili-dad de averiguar cómo es posible explicar las distintas peculiaridades de las diversas sociedades a las que se refiere. Por lo que sabemos, Parsons ni si-quiera plantea la cuestión de la necesidad de una explicación. Parece como si las diversas situaciones a las que se refieren los pares de contraposiciones de las pattern variables estuvieran dadas de antemano. Con este tipo de construcción teórica desaparece la riqueza de matices y la transformación estructural en la dirección de un control emotivo mayor y más proporciona-do, como el que puede observarse en la realidad. La descomposición de unos fenómenos sociales que, de hecho sólo pueden considerarse como algo en perpetuo flujo, valiéndose para ello de parejas de conceptos que limitan el análisis a dos situaciones opuestas, implicaun empobrecimiento innecesario de la percepción sociológica, tanto para el trabajo teórico como para el empírico.
Sin duda que la tarea de toda teoría sociológica es explicar las peculiari-dades que son comunes a todas las posibles sociedades humanas. El con-cepto del proceso social y muchos otros conceptos que se utilizan en estas investigaciones, pertenecen a las categorías que tienen esta función. Pero las categorías fundamentales elegidas por Parsons me parecen extraordinaria-mente arbitrarias. Tras ellas se encuentra, tácita y falta de comprobación, la idea, que a menudo se presenta como indiscutible, de que la tarea de toda teoría científica es reducir conceptualmente todo lo mutable a algo inmuta-ble y simplificar todas las manifestaciones complejas por medio de la des-composición en sus partes componentes.
El ejemplo de la construcción teórica parsoniana suscita la sospecha de que la reducción conceptual sistemática de procesos a situaciones sociales y de fenómenos complejos y compuestos a componentes más simples, aparen-temente no complejos, en lugar de simplificar la construcción teórica en el contexto sociológico, la hace más complicada. Este reduccionismo, este tipo de abstracción como método de la construcción teórica podría justificarse, en todo caso, si condujera de modo inequívoco a una aclaración y profundi-zación de la comprensión que los seres humanos tienen de sí mismos como sociedades y como individuos. En lugar de esto nos encontramos con que las teorías que se construyen con ayuda de estos métodos conceptuales, como la teoría de los epiciclos de Ptolomeo, precisan de construcciones auxiliares complicadas e innecesarias a fin de ponerlas en consonancia con los hechos demostrables empíricamente. Parecen más bien como un cielo encapotado que, de vez en cuando, ilumina la tierra con algún relámpago.
V
Un buen ejemplo de la cuestión que más abajo trataremos con mayor dete-nimiento es el intento parsoniano de elaborar un modelo teórico de la rela-ción entre las estructuras de la personalidad y las estructuras sociales. A este respecto encontramos en Parsons dos ideas mezcladas que no son fácilmente conciliables: una, la idea de que individuo y sociedad —«ego» y «sistema» — son dos datos que existen con independencia el uno del otro y de los que el primero, el ser humano aislado, ha de considerarse como la auténtica rea-lidad, mientras que el segundo no es más que un epifenómeno; la segunda, la idea de que ambas esferas son inseparables en el universum construido por los seres humanos. Por lo demás, los conceptos de «ego» y «sistema», y todos los relacionados con ellos, que se refieren a los seres humanos como individuos y a los seres humanos como sociedades, aparecen utilizados de tal modo por Parsons (excepción hecha de cuando se vale de categorías psi-coanalíticas) que parece como si su situación normal fuera la de inmutabili-dad. Las investigaciones que siguen no son comprensibles si compartimos estas ideas y permitimos que se nos oculte lo que de hecho es observable en el comportamiento de los seres humanos; no son comprensibles cuando se pierde de vista el hecho de que conceptos como «indi- viduo» y «sociedad» no se remiten a dos objetos con existencia separada, sino a aspectos distintos, pero inseparables, de los mismos seres humanos y que ambos aspectos, los seres humanos en general, en situación de norma-lidad, sólo pueden comprenderse inmersos en un cambio estructural. Ambos conceptos tienen el carácter de procesos y no es posible en absoluto hacer abstracción de este carácter de proceso en una construcción teórica que se remita a los seres humanos. Por el contrario, resulta imprescindible incluir este carácter procesal en la teoría sociológica y en las otras que se refieran a los seres humanos. Como se muestra en las investigaciones que siguen, el problema de las relaciones entre estructuras individuales y estructuras socia-les comienza a aclararse en la medida en que se investigan ambas como algo mutable, como algo que está en flujo continuo. Sólo en este caso se da la po-sibilidad, como se verá en los estudios que siguen, de elaborar modelos de sus relaciones que sean medianamente congruentes con los hechos empírica-mente demostrables. Puede decirse con seguridad que no será comprensible la relación entre los conceptos a los que llamamos «individuo» y «sociedad» mientras continuemos manejándolos como si se tratase de dos cuerpos con existencias separadas y, además, como dos cuerpos cuyo estado normal fue-ra el reposo y que, por así decirlo, sólo entrasen en relación a posteriori. Aunque no lo digan de modo claro y rotundo, no hay duda de que Parsons y todos los sociólogos hijos del mismo espíritu, piensan en algún tipo de exis-tencia separada de los conceptos de «individuo» y «sociedad». Así, por ejemplo, Parsons —para no introducir aquí más que un único ejemplo como ilustración de este pensamiento— recoge la idea, ya desarrollada por Dur-kheim, de que en la relación entre «individuo» y «sociedad», se trata de una «imbricación recíproca», de una «interpenetración» entre individuo y siste-ma social. Cualquiera que sea el significado de una tal «imbricación recípro-ca», ¿qué otra cosa puede significar esta metáfora sino que se trata de dos cosas distintas que empiezan existiendo por separado y que, luego, en cierto modo, «se interpenetran» a posteriori?
Puede verse la diferencia en el planteamiento del problema sociológico en uno y otro caso. Las investigaciones que siguen abren la posibilidad de e-laborar con mayor intensidad las relaciones entre estructuras individuales y estructuras sociales precisamente porque no se hizo abstracción del cambio de ambas estructuras, del proceso de sus respectivas evoluciones, como si fueran algo ajeno a la estructura, algo «meramente histórico». Puesto que el devenir de las estructuras de la personalidad y de las estructuras sociales, se realiza en una relación inseparable de la una con la otra. Nunca podrá decir-se con la suficiente certidumbre que los miembros de una sociedad se hayan hecho más civilizados; pero, siempre que se realicen investigaciones siste-máticas, con referencia a pruebas empíricamente verificables, podrá decirse de algunos grupos de hombres, y con mayor certidumbre, que se han hecho más civilizados, sin unir con ello necesariamente la idea de que hacerse más civilizado sea mejor o peor o tenga un valor positi vo o negativo. Un cambio tal de las estructuras de la personalidad, sin embargo, puede considerarse, con razón, como un aspecto específico del devenir de las estructuras sociales. Esto es lo que va a intentarse en estas investi-gaciones.
No resulta esencialmente extraño que tanto en Parsons como en muchos otros teóricos contemporáneos de la sociología, aparezca la tendencia a la reducción a situaciones incluso cuando se preocupan expresamente del pro-blema del cambio social. De acuerdo con la tendencia dominante en la so-ciología, Parsons parte de la hipótesis de que, normalmente, cada sociedad se encuentra en una situación de equilibrio invariable y asegurado de modo homeostático. La sociedad cambia, supone Parsons 4, cuando esta situación de normalidad del equilibrio social aparece alterada debido a un quebranto de las obligaciones reguladas socialmente, debido a una ruptura del confor-mismo. El cambio social, en consecuencia, aparece como una manifestación de perturbación casual, proveniente del exterior, en un sistema social que, por lo general, está bien equilibrado. Por lo demás, la sociedad así perturba-da aspira a recuperar la situación de reposo, según el punto de vista de Par-sons. Más pronto o más tarde se establece otro «sistema» con otro equilibrio que, a pesar de todas las oscilaciones, se mantiene de modo más o menos automático en la situación posterior. En una palabra, el concepto del cambio social se remite aquí a una transición entre dos situaciones normales de in-mutabilidad, transición ocasionada por diversas perturbaciones. También en lo relativo a esta contraposición aparece aquí con toda claridad la diferencia entre la actitud teórica representada por estas investigaciones y la actitud teórica defendida por Parsons y sus discípulos. Estas investigaciones se sir-ven de gran cantidad de material empírico para probar la idea de que los cambios constituyen rasgos inherentes a la sociedad. La secuencia estructu-ral de un cambio continuo sirvió aquí como marco de referencia para la in-vestigación de situaciones que se pueden fijar en un determinado momento. Por el contrario, en la opinión sociológica dominante, los datos sociales (ela-borados conceptualmente como si normalmente se encontraran en situación de reposo) sirven como marcos de referencia para todos los cambios. Así re-sulta posible imaginarse a una sociedad como si fuera un «sistema social» y un «sistema social» como un «sistema en situación de reposo». Incluso cuando se trata de una sociedad relativamente diferenciada y «muy desarro-llada», suele entendérsela muy a menudo como algo autosuficiente y en si-tuación de reposo. No se considera que sea parte integral de las tareas de in-vestigación inquirir cómo y por qué esa sociedad muy desarrollada ha lle-gado a tal estadio de diferenciación. Correspondientemente con el marco de referencia estático de las teorías de sistemas dominantes, los cambios socia-les, los procesos sociales y los desarrollos sociales, entre los que se cuentan, por supuesto, el desarrollo de un Estado o el proceso civilizatorio, se consi-deran como algo accidental, como una mera «introducción histórica», de cu-ya investigación y explicación puede prescindirse a los efectos de la com-prensión del «sistema social», de su «estructura», de sus «conexiones fun-cionales», tal y como pueden observarse con una perspectiva a corto plazo, aquí y ahora. Hasta las mismas herramientas conceptuales muestran el sello de esta actitud intelectual específica de la reducción a situaciones, esto es, los conceptos como «estructura»
y «función» en la medida en que sirven como escudos de la escuela socio-lógica actual de los structural funcionalists. Por supuesto, ni siquiera sus fundadores pueden negar por entero la idea de que las «estructuras» y «fun-ciones» de la «totalidad» social o sus «partes» (concebidas como situaciones en reposo) se mueven y cambian. Pero los problemas que, de esta manera, aparecen en el campo de visión se hacen compatibles con el estilo intelec-tual estático en la medida en que se relegan a un capítulo especial bajo el ti-tulo del «cambio social», como si fuera algo que se da por añadidura, por encima de los problemas de unos sistemas que, normalmente, están en situa-ción de reposo: de este modo es claro que el mismo «cambio social» se trata conceptualmente como un atributo de una situación de reposo. Con otras pa-labras, la posición de principios fundamentada en la consideración de las si-tuaciones, se concilia con las observaciones empíricas sobre cambios socia-les en la medida en que, en el museo teórico de figuras de cera se introdu-cen algunas figuras extraordinarias e inmutables más, con unos carteles don-de ponga: «cambio social» o «proceso social». De esta manera se congelan los problemas que plantean las transformaciones sociales y, además, se con-vierten en algo inocuo desde el punto de vista de la sociología de las situa-ciones. Así resulta también que el concepto de «evolución social» práctica-mente ha desaparecido hoy del ámbito de estudio de los teóricos actuales de la sociología; paradójicamente ello sucede en una época de la evolución so-cial en que los hombres se ocupan de modo más intensivo y consciente de los problemas de esta evolución social, tanto en la praxis de la vida social, como en la investigación sociológica empírica.
VI
Cuando acomete uno la tarea de escribir una introducción para un libro que, tanto histórica como empíricamente, se encuentra en manifiesta oposición con las tendencias más difundidas de la sociología contemporánea, tiene uno, en cierto modo, la obligación de decir al lector de un modo claro e inteligi-ble, cómo y por qué los problemas que aquí se presentan y los pasos que pa-ra su solución se dan, se diferencian del tipo dominante hoy en la sociología, especialmente de los de la sociología teórica. Si se quiere cumplir con esta obligación, no se puede evitar la pregunta acerca de cómo es posible que la sociología, cuyos representantes más notorios en el siglo xix, pusieron los problemas del proceso social a largo plazo en el primer plano de los inte-reses de la investigación, en el siglo xx se haya convertido en una sociología de la situación, de cuyos afanes investigatorios prácticamente ha desapareci-do toda aclaración de procesos sociales a largo plazo. En el marco de esta introducción no me es posible comprometerme a tratar con la minuciosidad que merece esta transferencia del interés central de la investigación socioló-gica y, con ello el cambio radical correspondiente de toda la mentalidad so-ciológica. Este problema sin embargo es muy importante para la compren-sión de nuestras investigaciones y, también, para el desarrollo posterior de la sociología por lo que no se le puede dejar de lado. Melimitaré, por lo tanto, a tratar solamente algunas de las condiciones que son responsables de esta involución del aparato conceptual sociológico y de la restricción correspondiente del ámbito de estudio.
La razón más evidente de que entre los sociólogos se haya perdido por completo la comprensión de la importancia de los problemas de la evolución social, de la génesis social, del desarrollo de las formaciones sociales de to-do tipo y la razón, asimismo, de que hasta el concepto de la evolución haya caído en descrédito entre esos mismos sociólogos reside en la reacción de muchos de ellos, especialmente de los teóricos más relevantes del siglo xx contra ciertos aspectos de las teorías sociológicas fundamentales del siglo xix. Se ha podido comprobar que los modelos teóricos del desarrollo social a largo plazo, tales como los que elaboraron en el siglo xix hombres como Comte, Spencer, Marx, Hobhouse y muchos otros, en parte descansaban so-bre hipótesis que venían determinadas fundamentalmente por los ideales po-líticos de los autores y, en segundo lugar, por la adecuación de los propios modelos a la realidad objetiva. Las generaciones posteriores tenían a su dis-posición un material empírico mucho mayor y continuamente creciente. La verificación de las teorías de la evolución del siglo xix, a la luz de las expe-riencias más amplias de las generaciones siguientes, hizo que toda una serie de aspectos de los antiguos modelos de procesos aparecieran como incier-tos o, cuando menos, como necesitados de revisión. Muchos de los artícu-los de fe, indubitables para los adelantados de la sociología en el siglo XIX ya no resultaban aceptables para los representantes de la misma disciplina en el siglo xx. Entre estos se cuenta la creencia de que la evolución de la socie-dad ha de ser, necesariamente, una evolución hacia lo mejor, una transfor-mación en la dirección del progreso. Esta creencia es la que rechazaron deci-didamente muchos sociólogos posteriores, a tenor de su propia experiencia social. En un examen retrospectivo pudo verse con mayor claridad que los viejos modelos del desarrollo eran una mezcla de enunciados objetivos y de construcciones ideológicas.
En el empeño por conseguir una ciencia más madura cabría pensar que los autores se hubieran puesto a trabajar afanosamente con el fin de revisar y corregir los antiguos modelos del desarrollo. Cabría suponer que por fin iba a determinarse clara y rotundamente qué aspectos de las viejas teorías de la evolución sirven todavía como resultados de la investigación a la luz de los conocimientos actuales más amplios y sobre los cuales es posible seguir construyendo, y qué aspectos son expresión de prejuicios políticos condicio-nados por la época, y por lo tanto, deben ir a buscar su sitio al cementerio de las doctrinas muertas, provistos de su correspondiente epitafio.
En lugar de esto, hoy domina por doquier una reacción aguda contra a-quellas teorías sociológicas que se ocupan de procesos sociales a largo plazo. Los autores se niegan por entero a ocuparse del desarrollo a largo plazo de la sociedad y el centro del interés sociológico (en reacción radical contra el antiguo tipo de teoría) se ha transferido a la investigación de datos sociales a los que se imagina como en situación normal de reposo y de equilibrio con-tinuo. Paralelamente a esto se ha ido consolidando una serie de argumentos convencionales y estereotipados en contra de las teorías sociológicas del viejo tipo y en especial en contra del concepto de evolución social. Co-mo quiera que nadie se tomó el trabajo de diferenciar entre el pensamiento objetivo y el pensamiento ideológico en cuanto al concepto de evolución, se asoció sin más toda la esfera de problemas de los procesos sociales a largo plazo (en especial los procesos evolutivos) con uno u otro de los sistemas de creencias del siglo xix, en especial con la idea de que, tanto si es lineal sin conflictos como si es dialéctica con conflictos, la evolución social es siem-pre, de modo automático, una transformación en dirección de lo mejor, un cambio en la dirección del progreso. En la actualidad casi parece que ocu-parse del ámbito de estudio de la evolución social es algo pasado de moda. De vez en cuando se oye decir que en la planificación de la estrategia de guerras nuevas, los generales se sirven como modelo de la estrategia de gue-rras pasadas. Actuaremos de igual modo si suponemos que conceptos como «evolución social» o «proceso social» incluyen las antiguas ideas de progre-so de un modo inevitable.
Nos encontramos, pues, en el marco de la sociología, con una evolución conceptual que, de una oscilación del péndulo, excesivamente acentuada en una sola dirección intelectual, conduce a la contraria, con una dirección inte-lectual no menos unilateral. A una fase en la que los teóricos de la sociolo-gía se ocupaban fundamentalmente del modelo de la evolución social a largo plazo, sigue otra en la que se ocupan, más que nada, de los modelos de las sociedades en situación de reposo y de inmutabilidad. Si antaño se trataba de una especie de actitud básica heracliteana (todo fluye), con la diferencia de que el flujo, se da por supuesto, va en la dirección mejor, en la que cada mo-mento puede desearse, ahora se trata de una actitud eleática. Según se dice, los eleatas se figuraban la trayectoria de una flecha como una serie de situa-ciones de reposo; en realidad, pensaban, la flecha no se mueve en absoluto, puesto que, en cada momento dado se encuentra en una posición asimismo dada. La suposición de muchos teóricos actuales de la sociología de que, ha-bitualmente, las sociedades se encuentran en una posición de equilibrio, de forma que la evolución social a más largo plazo, aparece como una cadena de tipos sociales estáticos, recuerda mucho a la concepción eleática de la tra-yectoria de la flecha. ¿Cómo podemos explicarnos esta oscilación del pén-dulo desde un extremo al otro en el desarrollo de la sociología?
A primera vista parece como si la razón decisiva para la reorientación del interés teórico en la sociología fuese una reacción de los científicos, que protestasen contra la intromisión de ideales políticos en la construcción teó-rica de sus especialidades, en nombre del carácter científico de su trabajo de investigación. Los representantes de las teorías sociológicas de la situación, en la actualidad, tienden frecuentemente a dar este tipo de explicaciones, aunque si se la considera con mayor detenimiento puede verse que es insufi-ciente. La reacción frente a la sociología evolucionista predominante en el siglo XIX no se orientaba solamente contra el predominio de los ideales, contra le hegemonía de credos sociales preconcebidos en nombre de la obje-tividad científica. No se trataba tan sólo de la expresión de un esfuerzopor penetrar a través del velo de las ideas del momento acerca de lo que de-bía ser una sociedad, para alcanzar las conexiones, los procesos y los fun-cionamientos de las mismas sociedades. Se trataba, en último término, de la reacción contra el predominio de determinados ideales en la construcción teórica de la sociología en nombre de otros ideales, parcialmente contrarios a éstos. Si, en el siglo xix, las ideas específicas respecto a lo que debía ser y a lo que se deseaba —esto es, representaciones ideológicas específicas— conducían al punto central del interés: al proceso y a la evolución de la so-ciedad, en el siglo XX otras ideas respecto a lo que debe ser y a lo que se de-sea —esto es, otras representaciones ideológicas— explican el gran interés de los teóricos más destacados de la sociología por el ser concreto y la situa-ción en que se encuentra la sociedad, y explican también su olvido del pro-blema del proceso de las formaciones sociales, su desinterés por las cues-tiones de procesos a largo plazo y por todas las posibilidades explicativas que abre la investigación de estas cuestiones.
Esta inversión de sentido en el carácter de los ideales sociales, que en-contramos en la evolución de la sociología, no es una manifestación aislada, sino que es más bien sintomática de un cambio de rumbo más general de los ideales dominantes en los países en los que se concentra el trabajo principal de la sociología. A su vez, tal inversión de sentido remite a un cambio de composición que han sufrido las relaciones intraestatales e interestatales de los países industriales más antiguos a lo largo de todo el siglo XIX y el XX. Bástenos aquí con precisar a grandes rasgos la línea de este cambio de com-posición a título de resumen de una investigación más detallada. Así facilita-remos la comprensión de las investigaciones sociológicas que, como sucede con éstas, entienden que el núcleo de la tarea sociológica es la explicación de procesos a largo plazo; y no para utilizar tales investigaciones como una porra con cuya ayuda uno trata de aplastar otros ideales en nombre de los propios, sino en función del esfuerzo por una mejor comprensión de la es-tructura de tales procesos, para conseguir la emancipación del predominio de los ideales y credos sociológicos en la tarea de la investigación sociológi-ca. Puesto que únicamente podremos sacar a la luz conocimientos sociológi-cos que sean lo bastante objetivos para servir a la solución de los agudos problemas sociales cuando, en planteamiento y solución, cesemos de supe-ditar la investigación de lo que es en realidad a las ideas preconcebidas res-pecto a cómo la solución de dichos problemas puede acomodarse a los de-seos propios.
VII
En los países industrializados del siglo xix, en los que se escribieron las pri-meras obras de los padres de la sociología, las voces que, en el coro del siglo, acabaron por imponerse fueron las que expresaban las creencias, ideales, ob-jetivos a largo plazo y esperanzas sociales de las clases industriales ascen-dentes, frente a aquellas otras voces que se orientaban hacia el mantenimien-to y conservación del orden social pre-existente en el sentido de una élite del poder de carácter dinástico-cortesano, aristocrático o patricio. Consecuente-mente con su posición como clases ascendentes, las primeras eran las que te-nían mayores esperanzas en un futuro mejor. Y como quiera que su ideal no residía en el presente, sino en el futuro, estaban especialmente interesados en el proceso social y en la evolución de la sociedad. En conexión con la u-na o la otra de las clases industriales, los sociólogos de la época trataban de conseguir la certidumbre en el sentido de que la evolución de la sociedad i-ría en la dirección de sus deseos y esperanzas; y buscaron asimismo la con-firmación de sus deseos y esperanzas profundizando en la dirección de las fuerzas impulsoras de la evolución social que se habían dado hasta aquella fecha. En consecuencia, fomentaron mucho el conocimiento objetivo de los problemas de la evolución social. En una consideración retrospectiva, resul-ta hoy muy difícil prescindir de las opiniones del momento, de los ideales de la época, para dejar libres a aquellos modelos teóricos que, liberados de tales ideales pueden continuar teniendo algún significado dentro de contextos ob-jetivos y verificables.
Por otro lado, también en el siglo xix, podía escucharse en el coro de la época la voz de quienes, por una u otra razón, se oponían a la transforma-ción de sus sociedades en el proceso de la industrialización, cuyas creencias sociales se orientaban al mantenimiento de lo existente, a la conservación de lo tradicional, y que oponían un pretérito idealizado a un presente que cada vez empeoraba más. Estas voces representaban no solamente a las élites pre-industriales del poder en los Estados dinásticos, sino también a aquellos am-plios grupos profesionales, especialmente a partes de la población campesi-na y artesanal, cuyas formas vitales sociales y profesionales estaban quedan-do arrinconadas en el proceso de la industrialización. Estos sectores eran e-nemigos de los que hablaban desde la perspectiva de las dos clases ascen-dentes industriales, esto es, de la burguesía comercial e industrial y de la cla-se obrera industrial y que, consecuentemente con su situación ascendente obtenían su inspiración de la creencia en un futuro mejor y en el progreso de la humanidad. Durante el siglo xix, por lo tanto, el coro general de la época estaba compuesto por el semicoro de los que alababan un pasado mejor y el semicoro de los que alababan un futuro mejor.
Como es sabido, entre los sociólogos cuyo ideal social se orientaba hacia el progreso y el futuro mejor nos encontramos con portavoces de las dos cla-ses industriales. Nos encontramos con hombres como Marx y Engels, que se identificaban con la clase obrera industrial; y nos encontramos también con sociólogos burgueses, como Comte, a comienzos del siglo XIX, o Hobhouse al final de este siglo y a comienzos del siglo XX. Los portavocesen ambas clases en ascenso depositaban su confianza en la idea de una me-jora futura de la condición humana, por más que, según fuera su situación de clase, les pareciera distinto lo que entendían por mejora y por progreso. No es una trivialidad hacerse una idea de la intensidad con que el siglo xix mos-tró su interés en los problemas de la evolución social; ello nos sirve para preguntarnos qué era lo que subyacía a ese interés cuando se quiere entender por qué palideció la fe en el progreso en el siglo XX y por qué, también, perdió importancia entre los sociólogos el interés por los problemas de la evolución social a largo plazo.
Ahora bien, para entender esta inversión de intereses no basta, como ya se ha señalado, con tomar en consideración las composiciones de clase o las relaciones intraestatales. El ascenso de las clases industriales dentro de los Estados en proceso de industrialización en Europa en el siglo XIX corría pa-ralelo con el correspondiente ascenso de estas mismas naciones. Las nacio-nes europeas en proceso de industrialización entraron en una rivalidad mu-tua creciente en el siglo xix e incrementaron más que nunca la expansión de su poderío a costa de los pueblos menos desarrollados de la tierra. Es decir, que no solamente se trataba de clases ascendentes, sino que las sociedades en su totalidad eran formaciones sociales en expansión, ascendentes.
Podríamos sentirnos inclinados a atribuir la fe en el progreso de la socio-logía europea a la fe de los siglos anteriores al xx, especialmente a la fe en los progresos de la ciencia y de la técnica. Pero ésta es una explicación insu-ficiente. La verdad es que la experiencia del progreso científico y técnico no da motivo alguno para proceder a su idealización, para sostener la creencia de que habrá una mejora continuada de la condición humana, como pode-mos ver hoy claramente en el siglo xx. La velocidad y la dimensión reales del progreso de la ciencia y de la técnica en nuestro siglo superan considera-blemente la velocidad y la dimensión del progreso en los siglos anteriores. Asimismo, el nivel de vida de las masas de la población en los países de la primera oleada industrializadora, es muy superior en el siglo xx al de los si-glos anteriores. La salud pública ha mejorado y la esperanza de vida se ha prolongado. Pero en el coro general de la época se han debilitado considera-blemente, por relación a los siglos anteriores, las voces de quienes afirman el progreso como algo valioso, de quienes ven el núcleo de su ideal social en la mejora de la condición de los hombres y de los que esperan confiados en un futuro mejor de la humanidad. Asciende en cambio, y acabará siendo predominante, el otro medio coro, el de las voces de quienes dudan del valor de esta evolución, de quienes no tienen una confianza especial en el futuro mejor de la humanidad o en el de la propia nación y cuya fe social central, por el contrario, se concentra en el presente, en la conservación y manteni-miento de la propia nación, en la idealización de su forma social existente o, también, de su pasado, de sus tradiciones y del orden que le ha venido dado a lo largo de la historia. En los siglos anteriores en los que los progresos rea-les eran claramente visibles, aunque todavía fueran lentos y relativos, la idea de un progreso posterior, futuro, tenía el carácter de un ideal por el que lu-chaban sus partidarios y que, como ideal,poseía un gran valor para ellos. En el siglo xx, en cambio, en el que el pro-greso real en las ciencias, en la técnica, en la salud pública, en el nivel de vi-da y, no menos importante, en la disminución de las desigualdades entre los seres humanos ha superado en velocidad y alcance en las antiguas naciones industrializadas al progreso de los siglos anteriores, este progreso es, sin du-da, un hecho pero, para muchas personas ha dejado de ser un ideal. Aumenta la cantidad de voces que dudan del valor de todos estos progresos reales.
Las razones que justifican esta inversión de sentido son muchas y no es preciso que consideremos todas. La permanencia de las guerras, el peligro perpetuo de conflicto bélico, la amenaza de las armas atómicas y de las nue-vas armas científicas, contribuyen, sin duda, a mantener esa coincidencia en-tre el aumento de velocidad del progreso especialmente en la esfera cientifi-ca y técnica, y la disminución de confianza en el progreso en general.
No obstante, los graves trastornos producidos por las guerras y otros fe-nómenos similares no son suficientes para explicar el desprecio con el que el hombre del siglo xx habla de la «fe simple en el progreso» de los siglos an-teriores o de su idea de un desarrollo progresivo de la sociedad humana y tampoco explica la ceguera de los científicos sociales con relación a los pro-blemas de los procesos sociales a largo plazo, o la casi completa desapari-ción del concepto de evolución social de los manuales de sociología. Es de-cir, no pueden explicar estos y otros síntomas de las oscilaciones del péndu-lo intelectual. Para hacerlo hay que recurrir, al mismo tiempo, a los cambios específicos en la estructura general nacional y a la posición internacional de las grandes naciones industriales de los siglos xix y xx.
Dentro de estas naciones acaban por establecerse en el siglo xx como los grupos dominantes en el Estado los representantes de las dos clases indus-triales, la burguesía industrial y el antiguo o nuevo proletariado, frente a las élites anteriores de carácter dinástico-aristocrático-militar. Las dos clases in-dustriales se mantienen en un equilibrio a menudo precario y frágil, con el proletariado en la posición más débil, fortaleciéndose lentamente. De las clases en ascenso del siglo xix que aún tenían que luchar en sus Estados por el triunfo frente a las élites tradicionales del poder y para las cuales la evolu-ción, el progreso y el futuro mejor no solamente eran un hecho, sino también un ideal de gran valor emocional, surgieron en el siglo xx, las clases indus-triales más o menos predominantes, cuyos representantes se encuentran esta-blecidos institucionalmente como grupos dominadores o codominadores. Ya como socios, ya como contrarios, lo cierto es que los representantes de la burguesía industrial y del proletariado establecido constituyen las élites pri-marias del poder en las naciones de la primera ola de la industrialización. En consonancia con esto, cada vez tiene mayor importancia en las dos clases in-dustriales (primeramente en la burguesía industrial y, luego, en medida cre-ciente en la clase obrera industrial) la conciencia de clase y, en parte, como disfraz, la conciencia nacional; junto a los ideales de clase, la propia nación como ideal y valor supremo.
Sin embargo, considerada como un ideal, la Nación orienta la mirada ha-cia lo que es, hacia lo existente. Desde un punto de vista sentimental eideológico la Nación, organizada como Estado, como es en la actualidad, se presenta como el valor supremo debido a que los representantes de las dos clases más poderosas y numerosas tienen acceso a las posiciones de poder del Estado. Siempre desde el punto de vista sentimental e ideológico, la na-ción aparece como eterna, como inmutable en cuanto a sus rasgos esenciales de carácter. Los cambios históricos afectan únicamente a lo exterior; el pue-blo, la nación, en cambio parece que no cambiase. La nación inglesa, la ale-mana, la francesa, la americana o la italiana y todas las demás son impere-cederas a juicio de los responsables de su invención. Consideradas en su «e-sencia», son siempre lo mismo, ya se trate del siglo x o del siglo xx.
Por lo demás, en el curso del siglo XX ambas clases industriales dentro de las antiguas naciones industriales terminan por convertirse en clases más o menos dominantes y, además, el proceso expansionista de las naciones eu-ropeas y de sus descendientes en otras partes del mundo alcanza lentamente un punto de reposo. Al principio, su ventaja real frente a los pueblos no eu-ropeos era bastante grande y, durante una época siguió aumentando. Pero el proceso real del desarrollo destruye la convicción que se había originado y consolidado en la época del rápido aumento de poderío de las naciones eu-ropeas; la convicción, propia de todos los grupos poderosos y dominantes del mundo, de que el poder que ejercían sobre los otros pueblos era la expre-sión de una misión eterna predeterminada por Dios, por la naturaleza o por una necesidad histórica, la manifestación de una superioridad esencial sobre los menos poderosos, la expresión de un valor propio superior evidente, todo lo cual constituyó la autoimagen y el ideal colectivo más acendrados en las naciones industriales. El contraste con la realidad que supuso la disparidad entre esta imagen nacional ideal y la realidad social fue elaborado de modo distinto por las diversas naciones de acuerdo con su desarrollo propio y con el carácter específico de su ideal colectivo en cada caso. En Alemania, el du-ro choque de las derrotas militares sirvió para disfrazar la gran importancia de este contraste en un primer momento. Sin embargo resulta revelador, tan-to de la solidez de los antiguos ideales nacionales como de la arbitrariedad relativa del desarrollo en general, el hecho de que hasta en los países victo-riosos de la Segunda Guerra Mundial, inmediatamente después de su triunfo, solamente algunas personas intuyeron la rapidez y la eficacia con que el en-frentamiento entre dos grupos de países desarrollados ocasionaría la reduc-ción del poder de los otros frente a los subdesarrollados que ya venían pre-parándose para ello desde mucho antes. Como suele suceder, esta disminu-ción de poder cogió desprevenidos a los grupos que hasta entonces habían sido más poderosos.
Las posibilidades reales de progreso y de un futuro mejor son hoy mayo-res que nunca incluso en el caso de las naciones industriales más antiguas, abstracción hecha de la probabilidad regresiva de una guerra. No obstante, el futuro es decepcionante desde el punto de vista de la autoimagen nacional tradicional, del ideal colectivo en el que cristaliza habitualmente la idea de la civilización y la cultura propias como valores supremos de la humanidad. La idea de la esencia y valor peculiarísimos de la propia nación sirve a me-nudo como legitimización de las pretensiones hegemónicasde la nación propia sobre el conjunto de los pueblos. Esta autoimagen, esta pretensión hegemónica de las naciones industriales más antiguas es la que ha empezado a desmoronarse en la segunda mitad del siglo XX gracias a un crecimiento del poder (aunque todavía limitado) de las sociedades preindus-triales más pobres, anteriormente dependientes y parcialmente dominadas en otras partes del planeta 5.
En otras palabras, este choque con la realidad, en la medida en que se tra-ta del valor emotivo de la situación actual de la Nación en relación con las posibilidades del futuro, fortalece una tendencia que siempre ha estado pre-sente en el sentimiento nacional. La nación y su herencia inmutable, como ya se ha dicho, en el sentido de la autolegitimación y como expresión del or-den axiológico nacional y del ideal nacional tiene un valor emotivo muy su-perior a cualquier promesa y cualquier ideal que haya que ir a buscar en el futuro. La «idea nacional» obliga a desviar la atención desde aquello que es mudable a lo que es permanente e inmutable.
A este aspecto del cambio, que se opera en los Estados europeos y en sus parientes extraeuropeos más cercanos, se corresponden transformaciones en el mundo de las representaciones y en la mentalidad de los intelectuales. En los siglos xviii y xix, los filósofos y sociólogos que hablaban de la «socie-dad», pensaban habitualmente en la «sociedad burguesa», esto es, en aspec-tos de la convivencia social de hombres que parecían haber superado los as-pectos estatales-dinásticos y militares. Consecuentemente con su posición y sus ideales como portavoces de grupos que carecían de acceso a las posi-ciones centrales del Estado en su conjunto, estos hombres, al hablar de la so-ciedad, solían pensar en una sociedad humana que trascendía todas las fron-teras estatales. Con el acceso al poder político en sentido amplio de los re-presentantes de ambas clases industriales y con el desarrollo correspondien-te de los ideales nacionales en estas dos clases, especialmente en sus élites del poder, también se cambió la idea que la sociología tenía de la sociedad.
En el conjunto de la sociedad, los ideales sociales de cada una de las cla-ses industriales se mezclan e interpenetran en creciente medida con los idea-les nacionales. Por supuesto, los ideales nacionales conservadores o liberales muestran una perspectiva del nacionalismo distinta a la de los ideales socia-listas o comunistas. Pero, en el mejor de los casos, estas perspectivas influ-yen en cuanto que diferencias de grado en la gran línea de transformación que se produjo en la posición de las clases industriales establecidas, junto con sus portavoces políticos e intelectuales, en lo relativo al Estado y a la Nación, desde el momento en que estas clases pasaron de ser grupos exclui-dos del poder estatal central a ser grupos que constituían la Nación en senti-do estricto y cuyos representantes ostentaban y ejercían el poder estatal. Esta evolución se corresponde con el hecho de que muchos sociólogos del siglo xx, al hablar de la «sociedad» ya no se refieren, como sus predecesores, a una «sociedad burguesa» o a una «sociedad humana», más allá del Estado, sino que cada vez se refieren más a la limitada imagen ideal de un Estado nacional. En el contexto de esta representación general de la sociedad como algo abstraído de la realidad del Estado nacional encontramosde nuevo las perspectivas político-ideológicas más arriba citadas. También entre los teóricos principales de la sociología del siglo XX encontramos perspectivas conservadoras y liberales así como socialistas y comunistas de la sociedad. En el curso del siglo xx la sociología americana ha ejercido du-rante una época una función preponderante en el desarrollo posterior de la sociología teórica. Como quiera, por otro lado, que el carácter específico del ideal nacional americano dominante es no distinguir claramente entre los rasgos liberales y los conservadores y no considerarlos tampoco como con-trapuestos, cual sucede en muchos Estados nacionales europeos, especial-mente en Alemania 6, esta misma es también la tendencia en el tipo domi-nante de teoría sociológica de nuestra época.
En los debates sociológicos y filosóficos suele presentarse el rechazo de ciertos aspectos de las teorías sociológicas del siglo xix, en especial el de su interés por la evolución social y el de su creencia en el progreso como si fuera un rechazo basado únicamente en la insuficiencia científica de estas teorías. La ojeada rápida que hemos presentado aquí sobre una de las líneas centrales-estructurales del desarrollo intraestatal e interestatal de las nacio-nes industriales más antiguas permite observar con mayor claridad ciertos aspectos ideológicos del citado rechazo. En correspondencia con el concepto de ideología, acuñado por la tradición marxista, podría entenderse que los aspectos ideológicos del rechazo de la evolución social y la tendencia hacia la reducción situacional, que domina la idea de sociedad de las nuevas teo-rías sociológicas, han de remitirse a los ideales de las clases cuyas esperan-zas, deseos e ideales no se refieren al futuro, sino al mantenimiento de lo existente, a la conservación de la sociedad como es. Pero una tal subordina-ción de las creencias e ideales sociales a los intereses de clase en la cons-trucción teórica de la sociología, ya no es aceptable en el siglo xx. En esta época resulta ya necesario tomar en consideración el desarrollo del conjunto de la sociedad y los ideales nacionales con el fin de comprender los aspectos ideológicos de las teorías sociológicas. La integración de las dos clases in-dustriales en el entramado estatal, hasta ahora dominado por minorías muy reducidas de tipo preindustrial, el ascenso de ambas clases a una posición en la que sus representantes cumplen una función más o menos predominante en estos Estados, los cuales no se pueden gobernar ya sin el acuerdo en últi-ma instancia de un proletariado industrial que aún es socialmente débil y, fi-nalmente, la mayor identificación de las dos clases con la Nación, todo esto, como ya hemos señalado, da un impulso especial a la fe en la propia Nación en cuanto que uno de los valores supremos en la perspectiva social de la é-poca. La prolongación y condensación crecientes de los vínculos de interde-pendencia interestatales y el aumento de tensiones y conflictos interestatales específicos, que dependen de lo anteriormente señalado, así como las gue-rras nacionales y la amenaza perpetua de guerra, contribuyen notablemente a aumentar la orientación intelectual naciocéntrica.
La conjunción de estas dos líneas de desarrollo, la infraestatal y la inter-estatal es la que arrebata su impulso en las naciones industriales más anti-guas al ideal del progreso y a la organización de la fe y de la esperanzaen un futuro mejor y con ello también a la imagen del pasado como evolu-ción. Consideradas por separado, las dos líneas de desarrollo substituyen los viejos tipos ideales por otros ideales orientados al mantenimiento y la defen-sa de lo existente. Estos ideales se orientan hacia algo que se considera co-mo inmutable y como realizado en el presente, esto es, hacia la Nación eter-na. En lugar de las voces que proclaman la fe en un futuro mejor y en el pro-greso de la humanidad como ideal, adquieren predominio en el coro mez-clado de la época las voces de aquellos que dan preeminencia a la fe en el valor de lo existente y, especialmente, en el valor intemporal de la propia Nación, por la que muchos hombres dieron su vida en la sucesión de guerras grandes y pequeñas. A grandes rasgos, ésta es la línea estructural social ge-neral que también se refleja, entre otras cosas, en la línea de desarrollo de las teorías sociales. En lugar de las teorías sociales en las que cristalizan los ideales de clases ascendentes de sociedades industriales en plena expansión, se elaboran hoy teorías sociales dominadas por los ideales de capas sociales elevadas y más o menos establecidas en sociedades industriales muy avan-zadas, que están alcanzando o ya han alcanzado el punto culminante de su evolución.
Baste con recoger un solo concepto como ejemplo de este tipo de teoría sociológica, el concepto del «sistema social», tal cual aparece utilizado por Parsons aunque no solamente por él. Este concepto expresa de modo muy claro lo que tales autores creen que es la «sociedad». Un «sistema social» es una sociedad en equilibrio. De vez en cuando se producen pequeñas oscila-ciones de este equilibrio; pero, normalmente, la sociedad se encuentra en estado de reposo. Todas sus partes, según suponen estos autores, se acoplan armónicamente en situación de normalidad. Todos los individuos pertene-cientes a la sociedad también se acoplan normalmente al mismo tipo de nor-mas por medio de un mismo proceso de socialización. Habitualmente, todos los individuos están bien integrados, siguen los mismos valores en sus ac-tuaciones, cumplen las mismas funciones sin dificultades, no tienen por qué entrar en conflictos mutuos en situación normal. Las manifestaciones de per-turbación son como cambios del sistema. En resumen: la imagen de la socie-dad, que encuentra una expresión teórica representativa en este concepto del sistema social, resulta ser, vista más de cerca, la imagen ideal de una nación, ya que todos los individuos que a ella pertenecen han tenido la misma socia-lización, siguen las mismas normas, aspiran a los mismos valores y, en con-secuencia, en situación de normalidad, conviven en perfecta integración y armonía. En la idea del «sistema social» con la que aquí nos encontramos lo que se perfila, en otras palabras, es la imagen de una nación como comuni-dad. Implícitamente se da aquí por supuesto que dentro de este «sistema», existe un nivel relativamente elevado de igualdad entre los hombres, puesto que la integración descansa sobre la misma socialización de los individuos, sobre la unidad de sus normas y valores en la totalidad del sistema. En este «sistema», por lo tanto, se trata de una construcción que puede entenderse en abstracto como un Estado nacional organizado democráticamente. Como quiera que se mire, sin embargo, en esta construcción desaparece la diferen-cia entre lo que una nación es y lo quedebe ser. Así como en los modelos sociológicos evolutivos del siglo XIX, los deseos, esto es, el desarrollo hacia lo mejor, el progreso social en el sen-tido de los respectivos ideales sociales, se presentaban como hechos objeti-vos, mezclados con observaciones científicas, también en el siglo xx, los modelos sociológicos de un «sistema social» normalmente invariable, los deseos, esto es, el ideal de una integración armónica de todas las partes de la nación, se presenta como una realidad, como un hecho objetivo mezclado con observaciones científicas. En el primer caso, lo que se idealiza es el fu-turo; en el segundo, el presente, el ordenamiento nacional-estatal existente aquí y ahora.
Lo que se nos presenta, pues, como meollo de una teoría científica de las sociedades de todos los tiempos y lugares no es más que una mezcla de ser y deber ser, de análisis objetivos y de postulados normativos que se remiten de un modo primario a una sociedad de un tipo muy concreto y a un Estado na-cional presuntamente igualitario. Para hacerse cargo de las insuficiencias de una teoría general de la sociedad elaborada desde la perspectiva provinciana de la situación actual de la propia sociedad basta con plantearse la cuestión de en qué medida estas teorías sociológicas, que dependen de las sociedades actuales y de unos estados nacionales más o menos democráticos, que presu-ponen como evidente y deseable un alto grado de integración de los indivi-duos en el «sistema social» y que dan por sentado un grado relativamente a-vanzado de democratización social, pueden aplicarse a sociedades en otros niveles de desarrollo y que están menos centralizadas y menos democratiza-das. Comprobando en qué escasa medida estos modelos de un «sistema so-cial» son adecuados como instrumentos teóricos para la investigación cientí-fica de sociedades con un alto porcentaje de esclavos y personas no-libres o para el estudio de Estados feudales y Estados estamentales, esto es, socieda-des en las que no rigen las mismas leyes para todos y mucho menos las mis-mas normas y valores, podremos reconocer que tales modelos sistémicos o-rientados hacia la sociología de las situaciones están, en realidad, concen-trados en el presente.
Lo que se ha expuesto aquí en relación con la noción sistémica de la so-ciología del siglo xx también podría predicarse sin dificultades de otras o-rientaciones del tipo dominante en la sociología contemporánea. Conceptos como «estructura», «función», «norma», «integración», «rol», todos ellos, en su forma actual, implican una transformación intelectual de aspectos de las sociedades humanas con abstracción de su evolución, de su génesis, de su carácter procesal, de su desarrollo. El rechazo de la versión ideológica dominante en el siglo XIX de este aspecto dinámico de las sociedades, re-chazo que se ha producido en el siglo xx es, como se ha visto, no solamente la expresión de una crítica de estos aspectos ideológicos en nombre de un esfuerzo científico por aclarar las relaciones reales, sino sobre todo, la expresión de la crítica de ideales anteriores que ya no se corresponden con la situación y la experiencia de la sociedad propia y frente a los que nos distan-ciamos, en función de otros ideales propios posteriores. Esta substitución de una ideología por otra 7 es la que explica que, en el siglo XX no solamente se cuestionen los elementos ideológicos del concepto sociológico de evolución del siglo xix, sino el concepto mismo de evolución y el he-cho de ocuparse de problemas evolutivo-sociales a largo plazo, de la socio-génesis y la psicogénesis en general. En una palabra, que se arroja al niño con el agua sucia.
Es evidente que puede entenderse mejor este trabajo sobre procesos so-ciales, cuando se toma en consideración esta línea de desarrollo de la socio-logía teórica. La tendencia a condenar los tipos sociales ideales dominantes en el siglo xix desde la perspectiva de los del siglo XX, evidentemente, blo-quea la posibilidad de aceptar que uno pueda tomar los procesos a largo pla-zo como objeto de investigación sin que la razón motivadora para ello sea de carácter ideológico, esto es, sin que el autor, asegurando que habla de lo que es o de lo que era, en realidad esté hablando de lo que cree o desea que sea. Si estas investigaciones tienen algún sentido se debe, en primerísimo lugar, al hecho de que se evita esta mezcla entre lo que es y lo que debe ser, entre el análisis científico objetivo y su contrapartida ideal. Estas investigaciones apuntan a la posibilidad de liberar el estudio de la sociedad de la esclavitud de las ideologías sociales. Con ello no se está diciendo que toda investiga-ción de los problemas sociales que excluya el predominio de los ideales po-lítico-ideológicos tenga que renunciar a la posibilidad de influir en la mar-cha de los acontecimientos políticos por medio de los resultados de la inves-tigación sociológica. Todo lo contrario: la utilidad del trabajo de investiga-ción sociológica como instrumento de la praxis social queda fortalecida siempre que no nos engañemos proyectando en la investigación de lo que es y de lo que fue aquello que deseamos o que pensamos que debe ser.
VIII
Pero, para entender el bloqueo a que la orientación intelectual y emotiva do-minante tiene sometida a la investigación de cambios estructurales sociales e individuales a largo plazo (y, con ello, a la comprensión de este libro) no basta con seguir la línea de evolución de la imagen de los individuos como sociedades, de la imagen de las sociedades; es preciso no perder de vista, al mismo tiempo, la línea de evolución de la imagen de los seres humanos como individuos, de la imagen de la personalidad. Como ya se ha dicho, en-tre las peculiaridades de la imagen tradicional del ser humano, cuenta el he-cho de que los seres humanos, considerados en sí mismos, como individuos y como sociedades, se tratan, tanto en el lenguaje como en el pensamiento, como si fuesen dos manifestaciones con existencia separada, de las cuales la una suele considerarse como «real» y la otra como «irreal», en lugar de en-tender que son dos perspectivas distintas de los mismos seres humanos.
Tan extraño desvarío del pensamiento humano no puede entenderse si no se echa una ojeada a los contenidos ideológicos que configuran esta idea. La escisión de la imagen del ser humano en una imagen de los hombres como individuos y otra de los hombres como sociedades tiene una raigambremuy extendida. Una de sus ramificaciones es una escisión muy característica entre actitudes valorativas e ideales, que un examen detallado nos muestra en todos los Estados nacionales más desarrollados y que quizá se encuentra de modo más agudo en las naciones que tienen una poderosa tradición libe-ral. En el desarrollo de todos los sistemas valorativos de estos Estados na-ciones nos encontramos, por un lado, con una corriente que considera al conjunto social, a la nación, como el valor supremo; y, por otro lado, nos encontramos con otra corriente que considera que el valor supremo es el ser humano aislado, autónomo, la «personalidad cerrada», el individuo libre. No suele ser fácil conciliar estos dos «valores supremos». Hay situaciones en que los dos ideales son absolutamente incompatibles. Pero, no siempre se ve este problema con claridad. A menudo se habla con gran entusiasmo de la li-bertad y la independencia del individuo, al tiempo que se habla con el mis-mo entusiasmo de la libertad y la independencia de la propia nación. El pri-mer ideal alimenta la esperanza de que el ciudadano aislado de una sociedad estatal-nacional dependa de sí mismo y pueda tomar decisiones sin conside-ración a los demás, a pesar de la comunidad y la interdependencia con ellos; el segundo ideal alimenta la esperanza, especialmente en tiempos de guerra, pero también durante la paz, de que el individuo sea capaz de sacrificarlo to-do, incluso su vida a la supervivencia de la «totalidad social».
Esta ambivalencia de los ideales, las contradicciones internas del ethos con el que los seres humanos se educan, encuentra su expresión en diversos ámbitos y también en las teorías sociológicas. Muchas de estas teorías arran-can del individuo independiente, autónomo, mientras que otras arrancan de la totalidad social independiente como la «realidad auténtica» y, en conse-cuencia, como el objeto auténtico de la ciencia social. Otras teorías, por lo demás intentan conciliar estas dos ideas, generalmente sin explicar cómo es posible unificar la idea de un ser humano libre, absolutamente independiente, con la idea de una «totalidad social» igualmente libre e independiente y, a menudo, sin ver el problema con claridad. Podemos encontrar el eco de la ambivalencia interna irresuelta entre ambos ideales especialmente en las teo-rías de sociólogos con una perspectiva conservadora-liberal del ideal nacio-nal. Ejemplos de ellos son el pensamiento teórico de Max Weber —aunque no, por supuesto, sus investigaciones empíricas— y su prolongación en las teorías de Talcott Parsons.
Como ilustración basta con volver sobre lo que ya hemos dicho acerca de la idea parsoniana de la relación entre individuo y sociedad, de la relación entre el «actor aislado» y el «sistema social». Una de las descripciones de esta relación se contiene en la metáfora de la «interpenetración mutua» de ambos, «interpenetración» que muestra muy a las claras en qué medida ope-ra aquí la idea de una existencia separada de las dos perspectivas humanas. La reificación del ideal encuentra su expresión, pues, en esta articulación intelectual, no solamente en la versión conceptual del sistema social como la imagen ideal especial de una nación, sino también en la imagen del actor aislado, del «ego» como imagen ideal de un individuo libre e independiente de todos los demás. En los dos casos la imagen ideal del teórico se convierte inadvertidamente en un hecho, en algo que existe real-mente. También en el caso de la imagen del hombre aislado, lo que el teóri-co cree que debe ser, es decir, la imagen del hombre aislado independiente, con libertad de decisión, se convierte en imagen de aquello que el hombre aislado es en la realidad.
Ciertamente, no es éste el lugar para ir hasta el fondo de esta ambivalen-cia tan difundida en el pensamiento sobre el hombre. No obstante, mientras pretendamos enfrentarnos a los problemas del proceso de la civilización con la idea ya mencionada del hombre individual, no entenderemos el sentido de estas investigaciones. En el curso del proceso civilizatorio se cambian las estructuras de los individuos en un sentido concreto. Esto es lo que quiere decir en realidad el concepto de «civilización» en el sentido fáctico en que es utilizado en este trabajo. La idea, hoy tan difundida, del individuo como un ser absolutamente independiente y extraño a todos los otros en último término, es muy difícil de conciliar con los hechos que emergen en nuestras investigaciones. Esta idea bloquea la comprensión de procesos a largo plazo que sufren los seres humanos simultáneamente en la esfera individual y en la social. Para ilustrar su imagen de la personalidad, Parsons utiliza a veces la vieja metáfora de la black box 8; esto es, una caja negra y cerrada en cuyo «interior» se producen ciertos procesos individuales. La metáfora procede del instrumental conceptual de la psicología y viene a decir que, en el fondo, todo lo que puede observarse científicamente en un ser humano es su com-portamiento. Puede observarse lo que hace la caja negra. Pero lo que sucede en el interior de la caja, esto es, lo que suele denominarse «alma» o «espíri-tu», o el «ghost in the machine», como lo llamó un filósofo inglés 9, no pue-de ser objeto de investigación científica. En este contexto no queda otro re-medio que precisar con mayor detalle la imagen del ser humano aislado que hoy tiene tanta importancia en las ciencias humanas y que, en consecuencia, ha contribuido a restringir la de los cambios de los hombres en el proceso de la evolución social como objeto de investigación.
La imagen del ser humano aislado, como un ser completamente libre y completamente independiente, como una «personalidad cerrada», que de-pende de sí mismo en su «interior» y que está separado de los demás indivi-duos, tiene una larga tradición en la historia de las sociedades europeas. En la filosofía clásica, esta figura se manifiesta como el sujeto del conocimiento teórico. En su función de homo philosophicus, el individuo aislado consigue conocimientos sobre el mundo «fuera de él mismo» y por sus propios me-dios. No necesita aprender de los demás. En esta imagen del ser humano se olvida el hecho de que éste llega al mundo como niño y de que tiene un pro-ceso de desarrollo hasta alcanzar la edad adulta y a lo largo de esta edad a-dulta. En la evolución de la humanidad hubieron de pasar muchos miles de años antes de que los hombres aprendieran a reconocer las relaciones del a-contecer natural, el curso de los astros, la lluvia y el sol, el trueno y el rayo, como manifestaciones de una relación causal ciega, impersonal, completa-mente mecánica y regular. Pero la «personalidad cerrada» del homo philoso-phicus percibe cuando adulto la cadena causal mecánica y regular, sin que tenga que aprenderla de los demás, de modo completamente independiente del nivel de conocimientos alcanzado en su sociedad, gracias, aparentemente, a que tiene los ojos abiertos. Este proceso — del ser humano individual como proceso de crecimiento, del conjunto de los hom-bres como proceso de la evolución de la humanidad— queda reducido con-ceptualmente a la categoría de situación. El ser humano aislado, en su condi-ción de adulto, se limita a abrir los ojos y es capaz de reconocer por sí solo, sin ayuda ajena, no solamente lo que son todos esos objetos que percibe, no solamente lo que es animado e inanimado, lo que ha de clasificar como pie-dra, planta o animal, sino que, además, reconoce de inmediato que estos ele-mentos están relacionados entre sí de modo causal y natural. La pregunta de los filósofos, en último término, viene a ser si el ser humano obtiene de su propia experiencia el conocimiento de este vínculo causal; con otras pala-bras, si este vínculo causal es una peculiaridad de los hechos observables «fuera de él mismo» o bien si se trata de un accesorio de la «interioridad» humana, dado por la peculiaridad de la razón humana, accesorio de aquello que, proveniente de «fuera» penetra en la «interioridad» por medio de los sentidos. Esta imagen del ser humano, del homo philosophicus, que nunca fue niño y que llegó al mundo hecho ya un adulto no ofrece ninguna solu-ción al callejón sin salida cognoscitivo. El pensamiento oscila sin remedio entre la Escila de cualquier positivismo y el Caribdis de cualquier aprioris-mo, precisamente porque aquello que puede observarse como un proceso de hecho, como una evolución del macrocosmos multihumano y del microcos-mos uni-individual en el interior del primero, queda reducido a una situación: a un solo acto cognoscitivo que se realiza aquí y ahora. Aquí tenemos un ejemplo de qué estrecha relación se da entre los procesos sociales a largo plazo, esto es, entre los cambios estructurados de las composiciones que constituyen muchos seres humanos interdependientes así como los indivi-duos que las integran, con un cierto tipo de imagen de los individuos y de las experiencias propias. Para aquellos seres humanos para los que resulta absolutamente obvia la idea de que su propia persona, su «ego», su «yo» o cualquiera que sea el nombre que se le dé, se encuentra encerrado en su «in-terior» frente a los otros seres humanos y cosas, existiendo por sí mismo frente a lo que hay fuera, resulta muy arduo admitir la importancia de los he-chos que demuestran que, desde pequeños, los individuos viven en interde-pendencia. Para estas personas resulta muy difícil imaginarse a los seres hu-manos como individuos relativamente independientes, susceptibles de en-trar en composiciones mudables mutuas, y no como individuos autónomos y absolutamente independientes. Como quiera que esta autoexperiencia actúa de un modo inmediatamente revelador, no es fácil apoyarse en ella para dar cuenta de los fenómenos que muestran que este tipo de experiencias, a su vez, están limitados a determinadas sociedades y que son posibles, por lo tanto, con ciertos tipos de interdependencias y con cierta clase de interrela-ciones sociales, constituidas por los hombres; en resumen, que se trata de una clase de experiencia que pertenece al campo de las peculiaridades es-tructurales de una cierta etapa en el desarrollo de la civilización, a una dife-renciación e individualización específicas de las asociaciones humanas. Cuando uno crece dentro de una de estas asociaciones, no es posible imaginarse cómo puede haber seres humanos que no se experimenten a sí mismos de este modo, como individuos completamente autónomos, absolutamente aislados en su interior frente a los demás seres y cosas. En este caso, la experiencia propia aparece como algo absolutamente evidente, como síntoma de una situación humana eterna, como la experien-cia propia por antonomasia, normal, natural y común de todos los seres hu-manos. La idea del individuo aislado de que es un homo clausus, un mundo cerrrado en sí mismo que en último término existe en completa independen-cia del ancho mundo exterior, determina la imagen del hombre en general. Todos los demás individuos se nos presentan también como homo clausus y su núcleo, su esencia, su auténtico yo se manifiesta, en todo caso, como algo que está encerrado en su interior, aislado del mundo exterior y de los demás seres humanos por medio de un muro invisible.
Sin embargo, casi nunca se menciona el carácter de este muro y, desde luego, jamás se da una explicación de él. ¿Es el cuerpo un recipiente en cu-yo interior se encuentra encerrado el auténtico yo? ¿Es la piel la línea fronte-riza entre el «interior» y el «exterior»? ¿Qué es la cápsula en el ser humano y qué lo encapsulado? La experiencia del «interior» y el «exterior» actúa de un modo tan inmediatamente revelador que apenas sí se plantean estas cues-tiones, ya que no parecen merecedoras de investigación ninguna. Nos damos por satisfechos con las metáforas locativas acerca del «interior» y del «exte-rior», pero no hacemos intento alguno por determinar en serio el «interior». Y, por más que esta renuncia a la investigación de la validez de los propios presupuestos no se ajusta claramente a los procedimientos científicos, la imagen preconcebida del homo clausus, no sólo domina en el campo de la sociedad en general, sino, también, cada vez en mayor medida, en el de las ciencias humanas. Entre sus variedades no hay que limitarse a contar con el homo philosophicus tradicional, esto es, con la imagen humana de la teoría clásica del conocimiento, sino también con el homo economicus, el homo psichologicus, el homo historicus y la versión moderna del homo sociologi-cus. Las imágenes de un ser humano aislado, de Descartes, Max Weber o Parsons están talladas todas en la misma madera. Al igual que antaño lo ha-cían los filósofos, también hoy muchos teóricos de la sociología aceptan esta autoexperiencia y la imagen del hombre que a ella corresponde, como fun-damento incuestionado de sus teorías. Estos autores no se distancian frente a sus ideas, no se las extraen de la conciencia, por así decirlo, para encararse con ellas y preguntarse por su adecuación. En consecuencia, suele pasar que nos encontremos con autoexperiencias e imágenes del ser humano como in-dividuo aislado junto a propuestas de superar el reduccionismo situacional. Así sucede con Parsons, en quien convive una imagen estática del ego, del individuo aislado actuante, de un adulto (de cuyo proceso de maduración se ha hecho abstracción), junto al patrimonio conceptual del psicoanálisis, que Parsons ha incorporado a su teoría y que, en realidad, se remite no al hecho de ser adulto, sino al de convertirse en adulto entendiendo, además, al indi-viduo como un proceso abierto en interdependencia inseparable con los o-tros individuos. Por todo esto, las ideas de los teóricos de la sociedad acaban siempre atascadas en un callejón del que,al parecer, no existe salida. El individuo o, dicho con mayor exactitud, aque-llo a lo que se refiere el concepto actual de individuo, sigue entendiéndose como algo que existe «fuera» de la sociedad. A su vez, aquello a lo que se refiere el concepto de sociedad se muestra como algo que existe fuera y más allá del individuo. Parece como si únicamente pudiéramos elegir entre enun-ciados teóricos para los cuales el individuo aislado más allá de la sociedad es lo auténticamente existente, lo único real (mientras que la sociedad se ha de entender como una abstracción, como lo que no existe auténticamente) y otros enunciados teóricos que interpretara la sociedad como «un sistema», como un «hecho social sui generis», como una realidad de tipo peculiar más allá de los individuos. En todo caso, lo que puede hacerse (como viene in-tentándose últimamente, a modo de solución al callejón sin salida) es poner, sin más, juntas a ambas concepciones, la del hombre aislado como homo clausus, como ego, como individuo más allá de la sociedad, y la sociedad como un sistema fuera y más allá del individuo. Pero con esto no se consi-gue eliminar la irreconciliabilidad de ambas representaciones. Para encon-trar una solución a este callejón sin salida de la sociología y de todas las ciencias humanas es necesario poner igualmente de manifiesto la insuficien-cia de ambas representaciones, la representación de un individuo fuera de la sociedad y la de la sociedad fuera de los individuos. Esto es difícil mientras el sentimiento del encapsulamiento del yo en el propio interior siga sirvien-do como fundamento de la imagen del hombre individual y mientras, en consecuencia con ésto, se entiendan los conceptos de «individuo» y «socie-dad» como si se tratara de dos situaciones inalterables.
Esta trampa, en la que siempre se cae, de la acepción estática de los dos conceptos de «individuo» y «sociedad» únicamente puede quebrarse cuando, como hacemos aquí, se desarrollan ambos conceptos sobre una base empíri-ca, de tal modo que los dos se manifiestan como procesos. Pero esta amplia-ción de los conceptos aparece bloqueada por el enorme poder de convicción que, desde el Renacimiento, posee en la sociedad occidental la autoexpe-riencia del ser humano como ser aislado y encerrado en su propio «interior» frente a todo aquello que está «fuera». En Descartes, la experiencia del ais-lamiento del individuo —que, como yo pensante se ve enfrentado al resto del mundo en el interior de su mente—, aparece algo dulcificada gracias a la noción de Dios. En la sociología contemporánea encontramos una experien-cia igual en el enunciado teórico del yo actuante que se encuentra situado frente a los seres humanos de «fuera», concebidos como los «otros». Al margen de la monadología leibniziana, en esta tradición filosófico-sociológi-ca apenas hay problema planteado que se pretenda resolver partiendo del supuesto de una multiplicidad de seres humanos interdependientes. Leibniz, que es el único que hizo esto, no supo conseguirlo más que poniendo en co-nexión su versión del homo clausus, de la «mónada sin ventanas», con una construcción metafísica. En cualquier caso, la monadología representa un paso primero en la dirección de los problemas y del tipo de construcción de modelos que todavía hoy están muy necesitados de elaboración urgente. El paso decisivo que Leibniz dio fue situarse a una cierta distancia que, en esta situación, le permitió jugar con la idea de que no sólo podemos experimentarnos como un «yo» frente a los demás seres humanos y cosas, sino como un ser entre los otros. Lo característico de la autoexpe-riencia de todo este período era el hecho de que se substituía la cosmovi-sión geocéntrica de los antepasados en el ámbito de la naturaleza inanimada por otra cosmovisión que exigía una mayor capacidad de autodistancia-miento, de «desplazarse-del-centro», por parte de los seres humanos. En el pensamiento humano, la cosmovisión geocéntrica se disolvió en otra ego-céntrica. De ahora en adelanté, en el centro del universo humano, se encuen-tra cada persona sola, concebida como un individuo que, en último término, es absolutamente independiente de los demás.
Nada más característico de la convicción con que hoy pensamos en los seres humanos partiendo del ser humano aislado que el hecho de que, cuan-do manejamos la imagen del hombre en las ciencias sociales, no hablamos de «homines sociologiae» o «economiae», sino del «homo sociologicus» o «económicus», lo que manifiesta la imagen del ser humano aislado que está anclada en estas disciplinas. Desde esta perspectiva intelectual la sociedad se concibe, a fin de cuentas, como un montón de individuos aislados, abso-lutamente independientes los unos de los otros, cuya verdadera esencia yace escondida en su interior y que, en consecuencia, sólo comunican entre ellos de un modo externo y superficial. Es necesario recurrir a una solución meta-física, como hizo Leibniz, si queremos justificar el supuesto de que hay una interdependencia, una comunicación, incluso un reconocimiento entre los hombres, cuando se parte de unas mónadas ciegas, cerradas, humanas y no humanas. Tanto si se trata de hombres en calidad de «sujetos» frente al «ob-jeto» o en su calidad de «individuo» frente a la «sociedad», el problema se plantea como si el marco de referencia fuese un hombre adulto independien-te y autónomo, esto es, una forma que refleja la autoexperiencia de muchos hombres contemporáneos cristalizada en un concepto objetivado. Lo que se cuestiona es la relación de este hombre con un algo «fuera» de sí mismo que, al igual que el hombre aislado, es concebido como una situación, ya sea en relación con la «naturaleza» o con la «sociedad». ¿ Existe ese algo o es sola-mente un producto de una operación intelectual, algo que se fundamenta primariamente en una operación mental?
IX
Vamos a intentar explicar cuál es el problema que, en definitiva, nos plan-teamos aquí. No se trata de poner en duda la autenticidad de la autoexpe-riencia que encuentra su manifestación en la idea del hombre como homo clausus en sus múltiples variantes. La cuestión es si esta autoexperiencia, así como la idea del hombre en que cristaliza de modo espontáneo e impreme-ditado, puede servir como punto de arranque fidedigno para la tarea de con-seguir una comprensión objetiva de los hombres —y, con ella, de uno mis-mo—, es decir, si se trata de una tarea filosófica o sociológica. La pregunta es si resulta posible utilizar como fundamento indiscutible e incuestionable de las teorías filosófico-epistemológicas y científicas así como de las sociológicas la marcada línea de separación entre el «interior» humano y el «mundo exterior» de los hombres, que aparece a primera vista como in-mediatamente dado en la autoexperiencia y que, además, tiene profundas raíces en la tradición intelectual y lingüística europea, sin una comprobación crítica y sistemática de su objetividad.
Durante un cierto período en la evolución de la humanidad, esta idea ha demostrado tener una solidez extraordinaria. La idea aparece en la obra es-crita de todos aquellos grupos cuya capacidad reflexiva y cuya autocon-ciencia han alcanzado el estadio en el que los hombres ya están en situación no sólo de pensar, sino de ser conscientes de sí mismos como seres pensan-tes y de pensar en sí mismos como seres pensantes. La idea se encuentra ya en la filosofía platónica y en algunas otras escuelas filosóficas de la Anti-güedad. Como ya se ha dicho, es posible encontrar esta idea del «yo en su casa» como uno de los leit-motive de la filosofía moderna: está en el yo pen-sante de Descartes, la mónada ciega de Leibniz, el sujeto del conocimiento kantiano, quien es incapaz de salir de su casa apriorística para alcanzar la «cosa en sí». Se encuentra también en la nueva difusión de la idea básica de los hombres aislados autónomos, a través de la cosificación de su capacidad mental y perceptiva bajo la forma de «comprensión» y «razón» y su reduc-ción a su «ser», a su «existencia» en las distintas variantes de la filosofía existencialista. Igualmente se encuentra en el concepto de la acción, que sir-ve de punto de arranque para la teoría social de Max Weber quien, en el sen-tido de la ambivalencia mencionada más arriba, hizo el intento, no muy a-fortunado, de distinguir entre la «acción social» del hombre aislado y la «ac-ción no-social» (esto es, probablemente la «acción puramente individual») de ese mismo hombre aislado.
Sin embargo, nos haríamos una idea completamente errónea del carácter de esta autoexperiencia y de esta imagen del hombre si la entendiéramos únicamente como una idea expuesta en los escritos eruditos. La falta de ven-tanas de las mónadas, la problemática del homo clausus que un hombre co-mo Leibniz trataba de hacer más soportable dándole una salida especulativa, la de la posibilidad de las relaciones entre mónadas, no es aceptada en la ac-tualidad solamente por los estudiosos como una cosa evidente. Cabe encon-trar expresiones de esta autoexperiencia de una forma menos reflexiva en la literatura; por ejemplo, en las afirmaciones de Virginia Woolf, quien se queja de la incomunicabilidad de las experiencias de la vida, considerándola como la causa de la soledad humana. La expresión de esto se encuentra en el concepto de la «alienación» que cada vez se utiliza de modo más frecuente tanto en los escritos teóricos como fuera de éstos en los últimos decenios. Tendría cierto interés valerse de investigaciones sistemáticas para averiguar en qué medida hay graduaciones y variaciones de este tipo de autoexperien-cia en los distintos grupos elitistas y en las más diversas y amplias capas de la población en las sociedades más desarrolladas. No obstante, los ejemplos aducidos son suficientes para mostrar la persistencia y la seguridad con que las sociedades europeas modernas sostienen una imagen del hombre en la que su propio «yo», su auténtico «yo», es algo encerrado en el «interior», separado de todos los demás hombres y cosas,por más que, como ya se ha dicho, nadie encuentra una tarea fácil en deter-minar con claridad y nitidez las paredes o los muros reales y palpables que contienen a ese interior, como un recipiente a su contenido, y que le separan de aquello que está «fuera». ¿Se trata aquí de una experiencia fundamental de todos los hombres, no precisada de explicación posterior, como parece a menudo? ¿O bien se trata de un tipo de autoexperiencia característica de un cierto estadio de la evolución de las composiciones realizadas por los hom-bres y de los hombres constituidos por estas composiciones?
En el contexto de este libro, la discusión de tal problema tiene una impor-tancia doble: de un lado, es imposible comprender el proceso civilizatorio mientras no se consiga relativizar este tipo de autoexperiencia y cuestionar la imagen del hombre como homo clausus con el fin de hacerlos accesibles a la discusión. De otro lado, la teoría de la civilización, tal como la expone-mos aquí, contiene una posibilidad de solución de estos problemas. De tal manera, el estudio de esta imagen del hombre sirve, en primer lugar, para entender mejor nuestras investigaciones acerca del proceso de la civilización. Pero también es posible que se consiga una mejor comprensión de estas ob-servaciones introductorias tras haber llegado al final del libro, esto es, des-pués de haber conseguido una imagen más amplia del proceso civilizatorio. Baste aquí con señalar las relaciones que existen entre la problemática del homo clausus y la del proceso civilizatorio.
Cabe entender esta correspondencia de un modo relativamente simple si se retrocede a los cambios habidos en la autoexperiencia de los hombres, que se produjo con el abandono de la cosmovisión geocéntrica. Frecuente-mente se interpreta esta transición como una simple revisión y aumento de los conocimientos acerca del movimiento de los astros. Pero resulta evidente que el cambio de las ideas que los hombres tenían acerca de la composición de los espacidos estelares no hubiera sido posible si antes no hubiera habido un fuerte estremecimiento de la imagen predominante que el hombre tenía de sí mismo, es decir, sin la capacidad que el hombre posee de verse desde una perspectiva distinta a la de antes. En principio, la experiencia común a todos los hombres es aquella que les hace verse en el centro del acontecer mundial y no solamente como individuos, sino también como grupos. La cosmovisión geocéntrica es la expresión de este autocentramiento espontá-neo e irreflexivo que todavía hoy encontramos de modo bastante claro en el pensamiento de los hombres al margen del ámbito natural, esto es, tanto en el pensamiento naciocéntrico como en el sociológico centrado en el indivi-duo aislado.
La experiencia geocéntrica es hoy accesible a todo el mundo como un or-den de experiencia posible; sólo que, en el campo del pensamiento oficial, no representa ya el orden dominante de la experiencia. Cuando decimos y, en efecto, cuando «vemos» que el sol sale por el Este y se pone por el Oeste nos experimentamos a nosotros mismos y a la Tierra en la que vivimos de un modo espontáneo, como el ombligo del mundo y el marco de referencia para el movimiento de los astros. Para conseguir la transición desde una cos-movisión geocéntrica a otra heliocéntrica no bastaba solamente con realizar nuevos descubrimientos o con un acopio acumulativo del saber sobre los objetos de la reflexión humana; se necesitaba sobre todo, también, un au-mento de la capacidad de los hombres para distanciarse de sí mismos y de los demás en su actividad mental. No es posible desarrollar formas cienti-ficas de pensar, ni convenirlas en un bien común, si no se consigue que los hombres se liberen de la seguridad primaria con la que tratan siempre de comprender en un principio, de modo irreflexivo y espontáneo, todo lo experimentado en función de su objetivo y sentido. Considerada desde otro punto de vista, la evolución que llevó a un conocimiento objetivo y a un control creciente sobre los procesos naturales por parte del hombre, también fue una evolución hacia el autocontrol de los seres humanos.
No es posible aquí estudiar más en detalle las relaciones entre la evolu-ción del tipo científico de conocimiento de objetos de un lado, y la evolu-ción de las nuevas actitudes del hombre hacia sí mismo por el otro, de nue-vas estructuras de personalidad y, especialmente, de nuevos impulsos en la dirección de un control mayor de las emociones y de un distanciamiento mayor. Quizá nos ayude a comprender este problema el recuerdo de la es-pontaneidad e irreflexión del autocentramiento mental que podemos obser-var siempre en los niños de nuestra propia sociedad. Para substituir una cos-movisión en cuyo punto central estaba la tierra con los hombres que en ella vivían, por otra como la heliocéntrica, que casaba mejor con los hechos ob-servables, pero que era mucho menos gratificante desde un punto de vista emotivo, se hacía necesario un aumento de control emocional desarrollado en la sociedad, aprendido individualmente y, también, una capacidad supe-rior de tal autocontrol, ya que el cambio en la cosmovisión alteró la posición de los hombres que pasaron de ser el centro del universo a habitar en uno de los planetas que giran en torno a ese centro. La transición desde un conoci-miento de la naturaleza geocéntrico, basado en creencias tradicionales, a o-tro legitimado por la investigación científica, y el impulso que se experi-mentó en la dirección de mayores controles emocionales, planteó un aspecto del proceso civilizatorio que se ha de estudiar en esta obra desde otra pers-pectiva.
Aparentemente, dado el estadio que por entonces se había alcanzado en el desarrollo de unos instrumentos conceptuales (más apropiados para el análi-sis de la realidad objetiva que para el estudio de los hombres) aún no era po-sible incluir en la investigación de los problemas cognoscitivos y convertir en objeto de la reflexión este impulso civilizatorio ni los cambios en el senti-do de autocontroles más fuertes o más «interiorizados», esto es, los autocon-troles de los propios hombres. La evolución de estos controles en el curso del aumento del conocimiento sobre la naturaleza, siguió siendo inalcanza-ble para el conocimiento científico de los seres humanos. Resulta asimismo característico de este escalón de la autoconciencia el hecho de que en las teorías clásicas del conocimiento el hombre se ocupara más del problema del objeto cognoscitivo que del sujeto de la teoría del conocimiento, esto es, más del conocimiento objetivo que del conocimiento subjetivo. Y, sin em-bargo, cuando no se incluye este conocimiento en el planteamiento del pro-blema, éste conduce a un callejón sin salida de alternativas igualmente insa-tisfactorias.
El desarrollo de la idea de una rotación puramente mecánica y natural de la tierra en torno al sol, esto es, de una rotación que no está determinada por el hombre merced a finalidad ninguna y que, en consecuencia, ya no posee significado emocional alguno para los seres humanos presuponía y exigía, al mismo tiempo, el desarrollo de los seres humanos mismos en dirección a un control emocional superior, a una contención más intensa de ese sentimiento espontáneo suyo de que todo cuanto experimentan y, especialmente, todo cuanto les afecta, tiene una razón de ser y es expresión de una intencionali-dad, de una determinación, de un objetivo, todos los cuales se remiten a ellos, a los hombres que lo experimentan y lo sufren. Así resulta que en esa época a la que llamamos «Edad Moderna», los seres humanos alcanzan una etapa de autodistanciamiento que les permite comprender el acontecer natu-ral como una correlación con leyes propias que se cumple sin objetivo, sin intención y sin determinación, de un modo completamente mecánico o cau-sal; interrelación que sólo tendrá un sentido y un objetivo para él (para el hombre) cuando éste gracias a su conocimiento objetivo, esté en situación de controlarlo y de darle un sentido y una finalidad. Pero, en este primer momento, los seres humanos no pueden distanciarse suficientemente de sí mismos para convertir en objeto de investigación y de conocimiento su pro-pio autodistanciamiento, su propia contención afectiva, en una palabra, las condiciones de su función como sujeto del conocimiento científico de la naturaleza.
Aquí reside una de las claves de la cuestión de por qué el problema del conocimiento científico tomó la forma, hoy muy conocida, de la teoría eu-ropea clásica del conocimiento. Al reflexionar sobre ello en aquella época, la distancia del pensador frente a su objeto en el acto del pensamiento cog-noscitivo y la contención afectiva que requería, no se presentaba en princi-pio como un acto de distanciamiento, sino como una distancia real, como la condición eterna de la separación espacial entre un aparato de pensamiento, aparentemente encerrado en el «interior» del ser humano, un «entendimien-to», una «razón», separados de los objetos «exteriores» mediante un muro invisible.
Si antes vimos cómo los ideales, al pensar en ellos, venían a convertirse en algo realmente existente, cómo el deber ser se transforma en ser, aquí nos encontramos con una cosificación de otro tipo. El acto del distanciamiento espiritual frente al objeto del conocimiento, que implica toda reflexión en la que haya un elevado grado de control afectivo, lo cual es exigido en especial por el pensamiento y la observación científicas (que son posibles gracias a él), se presenta ante la experiencia en este nivel como una distancia realmen-te existente entre el pensador y el objeto de su pensamiento. La intensa con-tención de los impulsos afectivos frente al objeto del pensamiento y de la observación, que suele acompañar paso a paso al aumento de distanciamien-to espiritual, se presenta a la experiencia de los seres humanos como una jaula realmente existente que excluye al «yo», al «uno mismo» o, incluso, a la «razón» y la «existencia» del mundo «exterior» al individuo.
En las investigaciones que siguen se estudia de modo minucioso y se explica parcialmente la causa del hecho de que, a partir de la baja Edad Media y del Renacimiento temprano se dé un aumento especialmente fuerte del au-tocontrol individual, especialmente de este mecanismo automático, indepen-diente del control externo al que nos referimos hoy día con conceptos como «interiorizado» o «internalizado». Este proceso de cambio, cada vez más a-celerado, de la coacción externa interhumana en una autocoacción indivi-dual hace que muchos impulsos afectivos no puedan encontrar canal de expresión. Tales autocontroles individuales y automáticos, que se originan en la vida en común, por ejemplo, el «pensamiento racional» o la «concien-cia moral» se intercalan de modo más fuerte y más firme que nunca entre los impulsos pasionales y afectivos de un lado y los músculos del otro e impi-den con su mayor fuerza que los primeros orienten a los segundos, esto es, a la acción, sin un permiso de los aparatos de control.
Este es el núcleo del cambio estructural y de las peculiaridades estructu-rales que, desde el Renacimiento, encuentra su expresión, en el campo de la experiencia reflexiva, en la idea del «yo» singular en el recinto cerrado, del «yo mismo», separado por un muro invisible de lo que sucede «fuera». Son estos autocontroles civilizatorios que, en parte, funcionan de modo automá-tico los que se experimentan individualmente como un muro ya entre el «su-jeto» y el «objeto», ya entre el propio «yo» y los otros individuos, la «socie-dad».
El avance que se da en la dirección de una individualización mayor en el Renacimiento es bastante conocida; es el que nos ofrece una imagen sufi-cientemente detallada de este desarrollo de las estructuras de la personalidad. Imagen que, al propio tiempo, remite a interrelaciones que todavía no están suficientemente claras. La transición a la experiencia de la naturaleza como un paisaje desde el punto de vista del observador, la transición a la expe-riencia de la naturaleza como objeto del conocimiento separado del sujeto del conocimiento como por una pared invisible, la transición a la autoexpe-riencia intensificada del ser humano aislado como un individuo reducido a sus propias fuerzas, independiente y ajeno a los otros individuos y cosas, to-das estas y otras manifestaciones evolutivas de la época manifiestan los ras-gos estructurales del mismo avance civilizatorio. Todas ellas muestran los rasgos de la transición a un escalón superior de la autoconciencia en la que el control de los afectos, constituido como autocoacción, es más fuerte, ma-yor la distancia reflexiva, menor la espontaneidad de los asuntos afectivos y en el cual, por lo demás, los hombres intuyen estas peculiaridades, pero sin tomar distancia frente a ellas y, por lo tanto, sin convertirlas, a su vez, en ob-jeto de una investigación.
Con esto nos acercamos algo más al núcleo de las peculiaridades estruc-turales individuales que son responsables de la autoexperiencia de los seres humanos como homo clausus. Cuando preguntamos de nuevo qué es lo que da origen a esta idea de un «interior» de los seres humanos individualizados, interior que está aislado de todo lo que hay fuera, y qué es lo aislante y qué lo aislado en los hombres, vemos ya la dirección en la que hay que buscar la respuesta. Lo aislante, que aparece como un muro invisible, que separa el «mundo interior» del individuo del «mundo exterior» o al sujeto del conocimiento del objeto, al «ego» de los «otros», al «individuo» de la «sociedad», es la contención más firme, más universal y más regular de los afectos; característica de este avance de la civilización, son las autocoac-ciones fortalecidas que impiden a todos los impulsos espontáneos expresarse de modo directo en acciones, sin la interposición de aparatos de control; y lo aislado son los impulsos pasionales y afectivos de los hombres, contenidos, refrenados y sin posibilidad de acceso a los aparatos motores. Estos impul-sos se aparecen a la autoexperiencia como lo que está oculto ante todo lo de-más y, a menudo, como el yo auténtico, como el núcleo de la individualidad. La expresión «la interioridad del ser humano» es una metáfora cómoda pero una metáfora que induce a error.
Resulta razonable decir que el cerebro del hombre se encuentra en el inte-rior de su caja craneana y, su corazón, en el interior de la torácica. En estos casos podemos señalar de modo claro y preciso qué es el contenedor y qué lo contenido, qué es lo que hay dentro de las paredes y qué fuera, y en qué consisten estas paredes. Pero si se aplican expresiones similares a las estruc-turas de la personalidad, no resultan apropiadas. La relación entre controles e impulsos pasionales, por no mencionar más que un ejemplo, no es una re-lación espacial. Los primeros no tienen la forma de un recipiente que pudie-ra contener a los segundos. Entre los seres humanos se dan corrientes de pensamiento que valoran más los aparatos de control, por ejemplo, la con-ciencia o la razón, mientras que hay otras que valoran más los movimientos pasionales o sentimentales. Pero si no queremos discutir sobre los valores y si queremos limitarnos a la investigación de la realidad resultará que no es posible encontrar ninguna peculiaridad estructural de los hombres que justi-fique la afirmación de que, de un lado tenemos el núcleo del hombre y del o-tro, la cascara. Si se consideran con detalle, todos estos ejes de tensión, co-mo sentimiento y pensamiento, conducta pasional y conducta controlada son, en realidad, actividades de los seres humanos. Cuando, en lugar de los con-ceptos substanciales, como «sentimiento» y «comprensión», por ejemplo, u-tilizamos conceptos de actividad, puede entenderse con facilidad que la ima-gen de lo «exterior» y lo «interior», que recuerda la de la fachada de una ca-sa que contiene algo en su interior, puede emplearse para el aspecto físico parcial de un individuo, como ya se ha mencionado más arriba, pero no a la estructura de la personalidad, al ser humano vivo como totalidad. En este te-rreno no hay nada que se parezca a un contenedor, nada que permita justifi-car metáforas como la de la «interioridad» del ser humano. El sentimiento de que hay un muro que separa algo en el «interior» del hombre frente al «mundo exterior», que puede ser muy auténtico como tal sentimiento, no se corresponde con nada que haya en los hombres y que tenga el carácter de un muro verdadero. Recuérdese que Goethe expresó en cierta ocasión la idea de que la naturaleza no tiene núcleo ni cascara y que no hay en ella interioridad ni exterioridad. Esto es válido asimismo para los seres humanos.
Por un lado, la teoría de la civilización, de cuyo desarrollo se ocupa este trabajo, sirve para poner en cuestión y distanciarse de la imagen errónea del hombre, característica de esa época a la que llamamos Edad Moderna,de modo tal que el trabajo pueda iniciarse a partir de una imagen del hombre que no se oriente hacia los propios sentimientos y hacia las valoraciones, si-no que se le considere como objeto del propio pensamiento y de la propia observación. Por otro lado es imprescindible una crítica de la imagen mo-derna del hombre para comprender el proceso civilizatorio; puesto que la es-tructura de los hombres concretos se transforma en el curso de este proceso, los hombres se hacen «más civilizados». Y mientras sigamos imaginando a los hombres como unos contenedores cerrados por naturaleza, con una cas-cara externa y un núcleo escondido en su interior, seguiremos sin entender cómo es posible un proceso civilizatorio que abarca a muchas generaciones de seres humanos, en cuyo curso cambia la estructura de la personalidad de los hombres, sin que cambie su naturaleza.
Con esto habrá de ser suficiente en un principio para reorientar la auto-conciencia individual y para iniciar el desarrollo posterior correspondiente de la imagen del hombre, sin la cual queda bloqueada la posibilidad de ima-ginarse un proceso civilizatorio sin un proceso a largo plazo de estructuras sociales y de personalidad. Mientras el concepto del individuo siga unido a la autoexperiencia del «yo» en un ámbito cerrado, en el fondo no es posible entender por «sociedad» algo distinto a un montón de mónadas ciegas. En el mejor de los casos, entonces, conceptos como «estructura social», «procesos sociales» o «desarrollo social» pueden manifestarse como productos artifi-ciales de los sociólogos, como construcciones de «tipos ideales» que utiliza el investigador para poner algo de orden imaginario en lo que, en la realidad, no es más que un amontonamiento desordenado y sin estructura de indivi-duos que actúan de un modo independiente.
Como puede verse, la cuestión es justamente la contraria; la idea de unos seres humanos aislados que deciden, actúan y «existen» en absoluta inde-pendencia mutua es una creación artificial de los seres humanos que resulta característica de una cierta etapa en el desarrollo de su autoexperiencia. Esta creación descansa, en parte, en una confusión entre el ideal y la realidad y, en parte también, en una cosificación de los aparatos individuales de auto-control y en la exclusión de los impulsos afectivos individuales del aparato motor, de la dirección inmediata de los movimientos corporales, de las acciones.
Esta autoexperiencia del aislamiento propio, del muro invisible, que se-para a la propia «interioridad» de todos los hombres y cosas «fuera», propia de la Edad Moderna, adquiere la misma fuerza de convicción para una gran cantidad de personas que durante la Edad Media poseía la idea del movi-miento del sol en torno a la tierra como centro del universo. La imagen ego-céntrica del universo social es superada por una imagen objetiva aunque me-nos llamativa desde un punto de vista sentimental, igual que fue superada en su día la imagen geocéntrica del universo físico. El sentimiento puede per-manecer o no; la cuestión es en qué medida el sentimiento de aislamiento y alienación se debe a incapacidad e inconsciencia en el desarrollo de los au-tocontroles individuales y en qué medida se debe a las peculiaridades es-tructurales de las sociedades desarrolladas. Al igual que la implantación ge-neralizada de imágenes no geocéntricas del universo físico (que emocionalmente eran poco llamativas) no consiguió excluir la experiencia privada y egocéntrica de la rotación del sol en torno a la tierra, tampoco la difusión de una imagen humana más objetiva en la conciencia pública con-sigue extinguir necesariamente la experiencia privada y egocéntrica de un muro invisible, que separa al «mundo interior» del mundo exterior. Sin em-bargo, no es imposible eliminar esta experiencia, así como la imagen corres-pondiente del hombre, del campo de la investigación en las ciencias huma-nas. Tanto en estas páginas como en las que siguen, pueden verse, al menos, los bosquejos de una imagen del hombre que tiene mayor coincidencia con las más acertadas observaciones sobre los seres humanos y que, de este mo-do, facilita el acceso a problemas como el del proceso civilizatorio o el pro-ceso de constitución del Estado, ambos más o menos inabordables desde el punto de vista de la antigua imagen del hombre; facilita igualmente el acce-so a otros problemas como el de la relación entre el individuo y la sociedad que, siempre desde ese punto de vista, conduce a intentos de solución inne-cesariamente complicados y que nunca han sido convincentes.
En lugar de la imagen del ser humano como una «personalidad cerrada» —y, a pesar de su significado ligeramente cambiante, la expresión es ilustra-tiva— aparece la imagen del ser humano como una «personalidad abierta» que, en sus relaciones con los otros seres humanos, posee un grado superior o inferior de autonomía relativa, pero que nunca tiene una autonomía total y absoluta y que, de hecho, desde el principio hasta el final de su vida, se re-mite y se orienta a otros seres humanos y depende de ellos. El entramado de la remisión mutua entre los seres humanos, sus interdependencias, son las que vinculan a unos con otros, son el núcleo de lo que aquí llamamos com-posición, composición de unos seres humanos orientados recíprocamente y mutuamente dependientes. Como quiera que los seres humanos tienen un mayor o menor grado de dependencia recíproca, primero por naturaleza y luego por el aprendizaje social, por la educación y por la socialización a tra-vés de necesidades de origen social, estos seres humanos únicamente se ma-nifiestan como pluralidades; si se permite la expresión, como composiciones. Tal es la razón por la que no es fructífero, como se dijo antes, interpretar que el contenido de una imagen del hombre es una imagen de un hombre aislado. Resulta más adecuado interpretar que la imagen del ser humano es la ima-gen de muchos seres humanos interdependientes, que constituyen conjunta-mente composiciones, esto es, grupos o sociedades de tipo diverso. Desde este punto de vista desaparece la dualidad de las imágenes tradicionales del ser humano, la separación entre imágenes de seres humanos aislados, de in-dividuos, que a menudo dan a entender que pudieran existir individuos sin sociedades, y las imágenes de sociedades que a menudo dan a entender que pudieran existir sociedades sin individuos. Precisamente hemos introducido el concepto de composición porque expresa de modo más claro e inequívoco que los instrumentos conceptuales existentes de la sociología, el hecho de que aquello a lo que llamamos «sociedad» no es una abstracción de las pe-culiaridades de unos individuos sin sociedad, ni un «sistema» o una «tota-lidad» más allá de los individuos, sino que es, más bien, el mismo entrama-do de interdependencias constituido por los individuos. Ciertamente, resulta muy razonable hablar de un sistema social constituido por individuos, pero el significado que la sociolo-gía contemporánea da al concepto del sistema social hace que esta forma de expresarse resulte inadecuada. Además de esto, el concepto de sistema está demasiado vinculado a la idea de la inmutabilidad.
El concepto de la composición puede ilustrarse fácilmente con una refe-rencia a los bailes en sociedad; éstos son, de hecho, el ejemplo más simple que cabe poner para hacerse una idea de lo que se entiende por una compo-sición. Piénsese en una mazurca, en un minueto, en una polonesa, en un tan-go, en un rock & roll. La imagen de las composiciones de seres humanos en interdependencia en la danza puede facilitarnos la representación como composiciones de los Estados, las ciudades, las familias o, incluso, de los sistemas capitalista, comunista o feudal. Como vemos, en esa concepción desaparece la oposición que, en último término, descansa sobre diversos va-lores e ideales y que está hoy subyacente siempre que se habla de «indivi-duo» y de «sociedad». Ciertamente, se puede hablar de un baile en general, pero nadie se imaginará un baile como una construcción al margen de los in-dividuos o como una mera abstracción. Por supuesto, distintos individuos pueden realizar la misma composición de baile, pero sin una pluralidad de individuos compenetrados e interdependientes, no cabe hablar de baile. Co-mo cualquier otra composición social, la composición de baile es relativa-mente independiente de los individuos concretos que la constituyen aquí y ahora, pero no es independiente de todos los individuos. Sería un disparate asegurar que los bailes son entes imaginarios que pueden abstraerse en fun-ción de observaciones de individuos aislados, considerados en sí mismos. Lo mismo cabe decir de las demás composiciones. Igual que cambian esas pequeñas composiciones que son los bailes —a veces más lentamente, a ve-ces con mayor rapidez—, también cambian —más lentamente o más rápida-mente— esas composiciones mayores a las que llamamos sociedades. Esta investigación se ocupa de tales cambios. De este modo, el punto de arranque desde el que aquí se investiga el proceso de constitución del Estado, es una composición constituida por muchas pequeñas unidades sociales que se en-cuentran en libre concurrencia. La investigación muestra cómo cambia esta composición y por qué lo hace; al propio tiempo demuestra que hay expli-caciones que no tienen el carácter de una explicación causal, puesto que el cambio de la composición se explica, parcialmente, por la dinámica endóge-na de la misma composición, por su tendencia inmanente a construir un mo-nopolio con las unidades libremente competitivas. La investigación muestra igualmente cómo la composición originaria se convierte en otra en el curso de los siglos, en la cual una sola posición social, la del rey, conlleva tales posibilidades de poder que ningún otro poseedor de una posición social den-tro del entramado de interdependencia puede competir con él. La investiga-ción muestra, finalmente, cómo cambian las estructuras de personalidad de los seres humanos en el curso de tal transformación de las composiciones.
Es menester hacer a un lado muchas cuestiones cuyo examen hubiera sido conveniente en la Introducción, pues se corre el riesgo de que ésta llegue a alcanzar las proporciones de un volumen por sí misma. A pesar de sus limitaciones, estas reflexiones pueden ayudar a comprender que las investi-gaciones que siguen exigen una reorientación importante del pensamiento y de la imaginación sociológicos. Liberarse de la idea de uno mismo y del ser humano aislado como un homo clausus no es una tarea fácil en absoluto. Pe-ro sin liberarse de esta idea no es posible comprender qué se quiere decir cuando se caracteriza al proceso civilizatorio como un cambio en las estruc-turas individuales. Tampoco resulta fácil desarrollar la imaginación propia hasta el extremo de pensar en términos de composiciones y, además, de composiciones una de cuyas características normales es la de cambiar mu-chas veces, incluso en una dirección determinada.
En esta Introducción me he esforzado por examinar algunos de los pro-blemas cuyo estudio era necesario para la comprensión de este libro. No to-dos los pensamientos son sencillos, pero he intentado expresarlos del modo más sencillo de que soy capaz. Espero que faciliten y profundicen la com-prensión de este libro y aumenten el entretenimiento que pueda producir.
Leicester, julio de 1968